Carlos José Moreno, el dolor que hace mella
Carlos José Moreno se convirtió en estadísticas, en bandera política y en pena colectiva. Falleció de un disparo en la cabeza el 19 de abril de 2017, a pesar de que no participó en la marcha opositora. Su familia se desmorona, un día antes de su fecha de nacimiento —habría picado su torta número 18. La política no le interesaba, solo el fútbol, sus clases de Economía y siempre buscaba qué hacer. Ese día encontró su destino final.
“No vas a oír una mala palabra de Carlitos ni aquí ni en ningún lado. Nosotros éramos muy, muy amigos. Yo era su papá”, dice serio Carlos Moreno, padre de Carlos José, quien falleció el 19 de abril en San Bernardino de un disparo en la cabeza. Es el menor de su descendencia, fruto de su segundo matrimonio con Ana Barón. Mayores que “Carlitos” eran: Carlos José —hijo de un primer matrimonio— y María Alejandra.
El velorio trasluce unión, respeto, empatía… los valores que recibió Carlos en su casa desde muy pequeñito. Educación que completó en el Colegio San Francisco de Sales, ubicado en La Candelaria. No hay risas —obvio, no hay nada que celebrar. En cambio, las lágrimas corren silenciosas por los pómulos de su madre. Ella, Ana, no vio a su retoño cumplir su mayoría de edad el 22 de abril. Ese día será distinto siempre. En la tarde del 20, prefirió callar para la prensa, que ya había visitado la capilla Este 2 del Cementerio del Este en busca de entrevistas. Rechaza las impertinencias de las mismas preguntas. Con el respeto que abunda y la calma, despacha a la visita no esperada, pero suelta algunas perlas de su dolor. “Un día más o un día menos que saliera a jugar fútbol, ¿qué diferencia iba a hacer? Le decía yo. Tendría 400 o 500 bolos en efectivo, porque tampoco se llevó la tarjeta. Le dije que lo hiciera por si acaso, pero no quería. Y ya, eso es lo que pasó. Esa es mi versión y es la que es”.
Sentado en el último banco del sitio, como un heraldo que aguarda para dar la noticia, el padre observa su entorno con impasibilidad. No muestra conmoción. Quizá rabia. Jamás imaginó —ni en sus peores sueños— que las tendencias izquierdistas que en su juventud le seducían darían un giro fatídico: la confrontación de ideales convertidos en excusa para dividir en bandos. País de chavistas y opositores. País de rojos y blancos. País de asesinatos.
“Maduro me conoce. Estudiamos juntos en el liceo José Ávalos, en El Valle. Ahí cursábamos años diferentes, pero sabíamos quiénes éramos. Después él se fue por el comunismo y yo por Ruptura —fachada legal del Partido de la Revolución Venezolana y posteriormente Tercer Camino, ambos guerrilleros. También tengo dos viviendas invadidas que he denunciado en la Fiscalía: una casa en Maturín, Monagas, y un apartamento en Coche, acá en Caracas. Pero mi mayor pérdida es esta: mi hijo. Es devastador”, dice pausadamente en tanto procesa cada palabra, cada recuerdo imborrable que confluye en su desgracia.
María Alejandra Moreno, hermana de “Carlitos”, también exhala su pesar. No abre la boca, ni dirige la mirada a intrusos. Hubo casi cincuenta personas en la ceremonia de despedida. Todos se conocían de una forma u otra: por sangre, por relaciones laborales —amigos del Banco Provincial, donde Ana Barón ha trabajado por unos 30 años, dieron pésames— y por estudios, los compañeros de clase de María Alejandra y de Carlos dejaron la Universidad Central de Venezuela para entregar condolencias. No faltaron los vecinos. A todos los reúne la cruenta muerte del joven.
Johanly Casanova de 21 años comparte pupitres con María Alejandra. Ambas estudian Contaduría. Conocía bien a “Carlitos” por las incontables veces que fue a su apartamento en Bellas Artes, en las cercanías de la Cruz Roja. La mañana fatídica del 19 de abril, Johanly salió de su casa y pasó por la plaza La Estrella de San Bernardino, donde la manifestación de la oposición cobraba fuerzas en ese punto de concentración para unirse al resto de los caudales en la autopista.
Entre pitos y consignas, escuchó el sonido seco de un disparo. La heló. Presenció el hecho prácticamente en primera fila: “Yo vi cuando una moto pasó, un hombre disparó sin bajarse, la persona se cayó, y ellos se fueron ahí mismo en la moto”, cuenta con dejo de impotencia. Luego se enteraría por un mensaje de texto que era el hermano menor de su amiga quien había sido trasladado al Hospital de Clínicas Caracas por un impacto balístico. “Era un simple transeúnte que estaba pasando y le pegaron un tiro”, deja colar otra muchacha del grupo, sin mayores aspavientos de intervención.
El sinsabor de la muerte se agrió con la desinformación oficial, amén de las confusiones de los medios de comunicación que no sabían su edad. Hubo especulaciones con respecto a la protesta. ¿Marchaba o no? “El que me venga con política, no. Carlitos no era de los que marchaba. Solo pasó por la hora, los minutos y los segundos equivocados”, explica su tío José Antonio, hermano de Ana. Estaba reparando carros cuando se enteró de que a su sobrino le habían disparado cerca de las 10 de la mañana. “Yo pensé que le habían dado el disparo en una pierna o un brazo, cuando luego hablo con una doctora muy allegada a nosotros que me dice que le dieron donde menos me imaginé: en la cabeza”.
Su mirada deja entrever la claridad de sus testimonios, de la atribulación de su alma. Confiesa ser el familiar designado por el lado materno para hablar con la prensa y otros. Su hermana no quiere revivir más lo ocurrido antes, durante y después del hecho. En uno de los bancos externos de la capilla, José Antonio explica que cuando Carlos entró a quirófano, el doctor que lo atendía le informó que por la herida podía quedar parapléjico. “Su madre decía ‘no quiero. Si es así, es mejor que se lo lleven’. Como a la 1:20 de la tarde nos dijeron que murió. El CICPC, los doctores, los fiscales, todos se portaron de maravilla con nosotros. Se lo agradecemos”.
A José Antonio le cuesta conservar el temple. No deja de recordar las buenas obras de su sobrino: realizaba labor social con los salesianos de su colegio. Recalca su buen corazón, su formación cristiana, los valores que su hermana Ana —oriunda de Bailadores, estado Mérida— le inculcó. “Siempre me decía ‘bendición, tío’ cuando me saludaba o cuando se iba”.
Diego Tovar, de 17 años, no guarda la compostura. “Yo era su mejor amigo”, se presenta con voz entrecortada. “Él quería mucho a su mamá y ella a él. Carlos era su mayor orgullo. Se le enseñó a ser humilde, comprometido. También le gustaba hacer las cosas a su manera, tenía ideas muy buenas. Y mucho sentido del humor, todo el mundo se reía con lo que decía, todos lo querían”. Se criaron juntos en el colegio San Francisco de Sales. Adrián Hernández (21), Manuel Santacruz (20) y Ángelo Alfaro (25) fomentaron su amistad a inicios de 2017. Confiesan que era como la mascota de su grupo… La patota echaba bromas por las calles de Bellas Artes.
“Le gustaba ir acompañado a todos lados. Por eso nos extrañó que fuera solo a jugar fútbol”, explica Manuel. El Carlos que conoció era activo, dinámico, siempre en busca de diversión. Le gustaba ir a la playa, practicar fútbol amateur en el Hotel Ávila, recorrer la ciudad en bicicleta, jugar League of Legends en su computadora. Era el clásico muchacho de su generación. “Le gustaba lo que estudiaba. Cuando nos veíamos, nos contaba de sus clases, de los profesores que le habían tocado. Lo que menos hacíamos era hablar de política. Claro, a veces se hablaba de esta situación. Todos estábamos del mismo lado, pero no nos la pasábamos criticando al gobierno”. Y, no obstante, el gobierno no lo protegió.
por Andrea Tosta / El Impulso