El drama de las niñas venezolanas obligadas a prostituirse para comer
Mariela, una indígena wayuu de 14 años, grita a todo pulmón a las 11:00 de la mañana, frente a uno de los 20 camiones de transporte de carga parqueados en la redoma del Mercado Los Plataneros de Maracaibo, al occidente de Venezuela: “¡Oferta, oferta! ¡Llévatelos a 100 bolívares!”.
Su boca luce un labial rojo. Viste un short de jean ajustado y una franela del Real Madrid de imitación con la dorsal del mediocampista alemán Tony Kroos. El voceo no eclipsa su coquetería.
Le pagan 4.000 bolívares diarios por acomodar y vender los frutos amontonados en las plataformas de los vehículos, cuenta con timidez y desconfianza ante la prensa. Afirma, con su madre atenta a la conversación a dos metros de distancia, que cursa estudios de bachillerato.
Cuerpos de seguridad, comerciantes y vendedores ambulantes, sin embargo, dan por sentado que ella y al menos 20 adolescentes más ejercen otro oficio eventual en el casco central de la ciudad: la prostitución.
La policía zuliana detiene, en promedio, a 10 mujeres a la semana por meretricio en el mercado y sus adyacencias, una zona populosa de la segunda ciudad de mayor demografía en Venezuela.
Cuatro de ellas generalmente son menores de edad y en el grupo siempre hay una indígena, confirma Daniel Noguera, jefe del comando del Cuerpo de Policía Bolivariana del Estado Zulia que resguarda la zona.
Los operativos generalmente culminan con la liberación de las muchachas tras una charla de orientación.
MERCADO 24 HORAS
El mercado marabino opera a cielo abierto las 24 horas. En él, reinan la mugre, el barro y el calor de 36 grados de los últimos días de octubre. Apenas uno de sus costados tiene una cerca de ciclón, a punto de colapsar. Del otro lado, ni existe.
Camiones entran, surten y salen en un contexto maloliente. Niños aborígenes recorren el lugar, andrajosos, mendigando. El paisaje afeado no desalienta a los depredadores sexuales ni a sus víctimas.
Kelvin Rincón, desmontador y vendedor de plátanos desde hace 14 años, da fe de ello en términos coloquiales. “Esas chamitas (muchachas) están acá a cualquier hora. Esto es un desastre. Ellas venden café o plátanos, pero comienzan a tocarte, a decirte marisqueras (tonterías). Se las cogen (follan) dentro de los camiones”.
Buhoneros, como Ilse Cruz, de 57 años, vendedora de café, confirman que la intimidad en Los Plataneros raya en el libertinaje. Ocurre generalmente dentro de los vehículos; también se concreta en tarantines con paredes de zinc o en apartamentos contiguos.
Oswaldo Márquez, presidente de la Asociación de Comerciantes del mercado, denuncia que en el lugar cunden no solo la prostitución, sino además robos, el alcoholismo y la drogadicción en al menos un centenar de niños y niñas, la mayoría de ellos pertenecientes a etnias aborígenes venezolanas.
Cerca de 35% de los jóvenes venezolanos experimentan su primer coito entre los 12 y los 18 años, según el estudio Indicadores de Anticoncepción en Latinoamérica de BSP y el Estudio Comparativo 2000-2007 Mexfam.
En la cultura wayuu no existe una transición entre la niñez y la adultez, explica Mauro Carrero, antropólogo, por lo que no puede hablarse de sexualidad precoz. Incluso existe una tradición llamada ‘el encierro’, donde las adultas introducen a las jóvenes recién desarrolladas a sus deberes como mujer y futura esposa.
“Para ellas, la virginidad no representa una preocupación moral, como en la concepción judeo-cristiana. En la actualidad, existe una presión adicional a la social, que es la crisis económica”, apunta el profesor de la Universidad del Zulia.
POR HAMBRE
Los cuerpos de las niñas wayuu y alijuna -término guajiro para el “no wayuu”- son moneda de cambio para obtener entre 1.000 y 2.000 bolívares, unos pocos plátanos o cualquier tipo de comida, atestiguan asiduos al mercado.
Semejante caos es reflejo del hambre y el abandono que padecen los indígenas en Venezuela, a juicio del diputado Virgilio Ferrer, integrante de la Comisión de Pueblos Indígenas de la Asamblea Nacional.
La Constitución de la República incluye un capítulo entero de salvaguarda de los derechos de los pueblos indígenas. Entre sus artículos 119 y 126 se procura el respeto a su organización social, económica y política, aunque tales normas son hoy letra muerta, según el parlamentario.
“Hay un total abandono desde el punto de vista social. Hay hambre, hay falta de empleo y educación. Hasta los padres de estas muchachas se hacen de la vista gorda”, lamenta.
En Zulia, limítrofe con el este de Colombia, la desnutrición infantil roza el 20%, según reportes oficiales de la Secretaría de Salud.
El censo demográfico de 2011 reflejó que en Venezuela existen 415 mil guajiros, concentrados en su mayoría en los poblados zulianos de Mara, Guajira y Almirante Padilla, donde la malnutrición supera el 30%.
Jhonny, un hombre menudo de 54 años que funge de carretillero en Los Plataneros, coincide en que los males sociales que se exhiben en la zona céntrica de Maracaibo, tienen una sola génesis: el hambre. “Esto es horrible. A veces veo a los chamitos (niños) comiéndose los plátanos podridos que dejan los camioneros”.
Investigaciones de la Universidad del Zulia, como la de la socióloga y profesora Natalia Sánchez, revelan que la pobreza lacera a 80% de los 3.704.000 habitantes de habitantes en la región. “Hace diez años ese indicador estaba en 55%. Y hoy más del 35% de esa pobreza general es extrema”.
Organismos del Estado, como la Fundación Niño Zuliano y el Consejo de Derechos del Niño, Niña y Adolescente, realizan operativos de “abordaje” eventuales en el mercado. Pero las casas de abrigo, donde el gobierno alberga a los menores con peor estatus social y familiar, no dan abasto.
Jonathan Perozo, abogado del consejo municipal de derecho del menor, admite que casos como el de Los Plataneros abruman las capacidades de las instituciones venezolanas. “Estamos limitados en cuanto a herramientas de trabajo. Hay poco presupuesto y falta de insumos”, se sincera.
DOS CERVEZAS Y “VENGA”
Dos hombres de 40 y tantos años muestran una franqueza obscena mientras se refugian bajo el paraguas del puesto de Wilmer Jiménez, quien vende jugos de naranja a 300 bolívares en Los Plataneros. Hablan de una jovencita que cruza el mercado luciendo una minifalda.
“Invité a esa culoncita y me dijo que sí. Tiene 15 añitos. La llevé al Gran Bazar -un centro comercial cercano-, le ofrecí dos cervezas y ‘venga’…”.
Ambos se ríen del crimen.
Mariela, la joven wayuu de casaca madridista, insiste en que no pertenece a la estirpe que intercambia sexo por bienes varios. La carcajada de una adolescente la interrumpe. Retoza con un muchacho sobre el techo de uno de los camiones modelo 350. Se hacen cosquillas, se toquetean.
Otra chica introduce medio cuerpo en la cabina del mismo vehículo, dejando la puerta entreabierta mientras trata de pactar un encuentro con el chofer.
Mariela se les acerca, alza la voz, aunque no ofrece su producto, como más temprano. Esta vez clama para advertir a sus amigas de la presencia de la prensa: “¡Hey! Miren que no saben quién las está viendo”.
Ríe, mientras las señala. Las acusa, con picardía.
Y remacha su defensa.
“Hay algunas chamas que sí lo hacen… pero yo no soy de esas”.
Por Gustavo Ocando Alex, BBC Mundo.-