Cazador logró sobrevivir 31 días en la selva amazónica solo, sin comida ni agua

El cielo de Baures, en el departamento de Beni, Bolivia, estaba despejado en febrero de 2023, prometiendo una jornada propicia para la caza. Jhonattan Luiz Acosta Abuid, un hombre de 30 años, se encontraba emocionado mientras preparaba su equipo. Este viaje, planeado con minuciosidad junto a cuatro de sus amigos, representaba una oportunidad para conectarse con la naturaleza en uno de los territorios más imponentes y peligrosos del mundo: la selva amazónica.

Sol de María

El objetivo era claro: adentrarse en la zona conocida como Montaña, a 80 kilómetros del municipio de Baures, y tomar imágenes de la vida salvaje mientras cazaban. La selva, densa y vibrante, se extendía ante ellos como un océano verde, lleno de misterios y desafíos. Con las mochilas cargadas y las armas listas, el grupo partió al amanecer, seguros de que el conocimiento que tenían sobre el terreno y sus habilidades de supervivencia serían suficientes para enfrentar cualquier eventualidad.

Durante las primeras horas, la travesía transcurrió sin contratiempos. La vegetación, aunque impenetrable en algunos tramos, cedía ante el avance decidido de los cinco hombres. Jhonattan, con la adrenalina a flor de piel, se mantenía enfocado en cada paso, escuchando los sonidos lejanos de la selva y sintiendo la humedad que comenzaba a impregnarse en su ropa. Sin embargo, contó a Orato, la tranquilidad del grupo se rompió al caer la tarde, cuando la luz empezó a desvanecerse entre los árboles.

Caminando por un estrecho sendero, Jhonattan decidió detenerse un momento para ajustar su mochila. El cansancio comenzaba a hacerse notar, pero él estaba determinado a seguir adelante. Fue en ese instante, al levantarse y mirar a su alrededor, cuando se dio cuenta de que algo andaba mal. Los murmullos de sus amigos, que minutos antes eran perfectamente audibles, se habían desvanecido. El eco de la selva se volvió opresivo, y un súbito frío recorrió su espalda.

“¡Chicos!”, gritó con todas sus fuerzas, esperando escuchar una respuesta que nunca llegó.

Jhonattan Luiz Acosta Abuid estaba solo en la vasta inmensidad del Amazonas, separado de su grupo, con la noche acercándose rápidamente. Sin darse cuenta, ese momento marcaría el comienzo de una lucha desesperada por la supervivencia en una de las selvas más inhóspitas del planeta.

Separación del grupo

El primer impulso fue de negación. “Deben estar cerca”, pensó mientras recorría con la mirada los alrededores, esperando ver una figura conocida entre las sombras. Pero el silencio que lo rodeaba no era el de una pausa, sino el de una ausencia absoluta. El corazón de Jhonattan comenzó a latir con fuerza, la adrenalina se disparó en su sistema, y la calma que había sentido momentos antes se transformó en un pánico frío y paralizante.

Apretó con fuerza el arma que llevaba consigo, su única compañía en ese momento de creciente terror. Gritó los nombres de sus amigos con todas sus fuerzas, esperando que su voz atravesara la densa cortina de vegetación y llegara a oídos familiares. Sin embargo, el único sonido que regresaba era el eco lejano y distorsionado de sus propios gritos, como si la selva se burlara de su desesperación. El zumbido de los insectos y el crujido de las ramas bajo sus pies eran los únicos signos de vida en la creciente oscuridad.

Desesperado por hacerse notar, tomó una decisión instintiva. Levantó su rifle hacia el cielo y disparó. El sonido del disparo resonó con fuerza, rebotando en los árboles y alejándose en todas direcciones. Pero cuando el eco del disparo se desvaneció, no hubo respuesta. El silencio volvió a imponerse, denso y opresivo.

Con manos temblorosas, intentó concentrarse, tratando de recordar la dirección que había tomado su grupo. Decidió caminar en línea recta, con la esperanza de que el sendero lo llevara de regreso al bote que los había traído. Pero a medida que avanzaba, cada paso parecía adentrarlo más en el corazón de la selva, en lugar de sacarlo de ella.

La oscuridad comenzó a envolverlo, como una manta pesada que caía desde el cielo. El miedo se transformó en una constante, susurrándole al oído mientras se daba cuenta de que no tenía más opción que enfrentarse a la selva por su cuenta. Con la noche cerniéndose sobre él y el desconocimiento total de su posición, Jhonattan decidió detenerse. Tenía que conservar energía, encontrar un lugar donde pudiera pasar la noche sin exponerse más de lo necesario a los peligros de la selva.

Se apoyó contra un árbol grueso y sacó un encendedor de su bolsillo, lo único que tenía para iluminar la inminente oscuridad total. La pequeña llama titilante ofrecía poco consuelo ante la inmensidad de la noche amazónica. Los ruidos de animales que se despertaban al caer el sol comenzaban a rodearlo, recordándole que no estaba solo, pero en un sentido que no aliviaba su soledad.

Con el rifle sobre su regazo, Jhonattan cerró los ojos e intentó calmar su mente. El pánico inicial había dado paso a un estado de alerta constante, un esfuerzo por mantener la cordura en medio de la incertidumbre absoluta. La selva era ahora su único mundo, una entidad viva y opresiva que lo engullía sin piedad. En ese primer día, la realidad de su situación comenzó a hundirse en su conciencia: estaba perdido, solo, y enfrentaba una noche en la selva sin ningún rastro de sus amigos ni de la civilización.

Lucha por la supervivencia

El primer amanecer en la selva amazónica para Jhonattan no trajo consigo el alivio que había esperado. La luz que filtraba entre los árboles no disipaba las sombras de la noche anterior, sino que revelaba la brutalidad de su situación. Solo, sin ningún rastro de sus amigos, y con el eco de sus propios gritos aún resonando en su mente, Jhonattan comprendió que su vida había cambiado para siempre.

La sed fue el primer enemigo. Unitel reveló que durante esas primeras horas, buscó desesperadamente una fuente de agua, recordando las lecciones de supervivencia que había aprendido. Sabía que sin agua, su cuerpo no podría soportar las duras condiciones del Amazonas. Sin embargo, detalló El Potosí, la selva, con su densa vegetación y su suelo cubierto de hojas húmedas, parecía un laberinto sin salida. Caminó durante horas, cada paso agotando sus energías, mientras el calor del día comenzaba a hacer estragos en su cuerpo.

La desesperación creció cuando la sed se volvió insoportable. El agua, que en circunstancias normales era un recurso tan abundante en la selva, ahora parecía un tesoro inalcanzable. El sudor empapaba su ropa, y su boca estaba seca, como si cada gota de humedad hubiera sido succionada de su cuerpo. Sin embargo, su instinto de supervivencia lo mantuvo en movimiento. Sabía que debía encontrar agua o, de lo contrario, la selva lo vencería en cuestión de días.

El hambre fue el siguiente adversario en presentarse. El estómago de Jhonattan gruñía mientras se esforzaba por mantener el equilibrio en el terreno accidentado. Las frutas que había visto colgando de los árboles eran desconocidas para él, y la mayoría parecían peligrosas, venenosas incluso. Sin conocimientos específicos sobre las plantas del Amazonas, no se atrevió a probarlas. Caminaba sin rumbo, cada vez más desorientado, y la idea de encontrar a sus amigos se desvanecía con cada paso.

Durante los primeros 15 días, su cuerpo comenzó a debilitarse rápidamente. El hambre lo hizo vulnerable, y cada intento de avanzar era más doloroso que el anterior. Las noches eran las peores; el silencio de la selva se rompía con los ruidos de animales que acechaban en la oscuridad. Se despertaba sobresaltado, con el corazón latiendo a mil por hora, y se aferraba a su rifle, su única defensa. Pero su arma era un consuelo vacío, ya que solo le quedaba una bala, y sabía que usarla significaba perder la única oportunidad de pedir ayuda.

La desesperación lo llevó a hacer lo impensable. En su lucha por mantenerse con vida, decidió beber su propia orina, una práctica que nunca había imaginado que sería necesario en su vida. Con cada sorbo, sentía que su dignidad se erosionaba, pero la necesidad de sobrevivir era más fuerte que cualquier sentimiento de repulsión. Su mente era un torbellino de pensamientos, algunos racionales, otros impulsados por el miedo y la desesperación. Cada día que pasaba, la sed y el hambre se volvieron torturas constantes.

Comenzó a cazar insectos y gusanos, criaturas diminutas que normalmente hubiera evitado con asco, pero que ahora representaban la única fuente de sustento. Las larvas se retorcían en su boca, pero él las masticaba con una determinación feroz, consciente de que su vida dependía de ello. El agotamiento físico era extremo, y sus músculos se resentían con cada movimiento, pero su mente seguía luchando, negándose a sucumbir.

A lo largo de estos días, experimentó momentos de profunda desesperación, cuando el miedo al abandono y la muerte inminente lo golpeaban con fuerza. Las lágrimas se mezclaban con el sudor en su rostro mientras se encontraba sentado bajo la sombra de un árbol, preguntándose si alguien lo estaría buscando. Los ataques de pánico se convirtieron en algo habitual, y en su soledad gritaba, pidiendo ayuda a un cielo que parecía sordo a sus súplicas.

Su cuerpo comenzó a mostrar los estragos de la deshidratación y la inanición. Los músculos se encogían, la piel se volvía áspera y los cortes y moretones cubrían su piel. Sus ropas, una vez preparadas para una expedición de caza, ahora eran harapos que apenas lo protegían de los elementos. Cada amanecer lo encontraba más débil, más cercano a la rendición, pero cada noche, el instinto de supervivencia lo obligaba a seguir luchando, a buscar una salida de ese infierno verde.

En la soledad de la selva amazónica, Jhonattan se enfrentó a su humanidad más básica, reducida a la lucha por la mera existencia. La selva, que al principio había sido un enemigo implacable, ahora era también su única compañera, un testigo silencioso de su batalla por la vida. Pero lo que él no sabía en esos momentos de desolación era que, aunque su cuerpo estaba al borde del colapso, su espíritu se estaba endureciendo, preparándose para lo que vendría después.

A medida que los días se acumulaban, comenzó a notar un cambio en su percepción del entorno. La selva amazónica, que al principio lo había aterrorizado, comenzó a transformarse en un adversario familiar, aunque no menos peligroso. Su cuerpo, aunque debilitado, había aprendido a moverse con una eficiencia forzada por la necesidad. Cada paso era medido, cada decisión tomada con la consciencia de que un error podría ser fatal.

El hambre y la sed, sus eternos compañeros, se convirtieron en sensaciones casi permanentes, pero ya no luchaba contra ellas con la misma desesperación inicial. En cambio, había aceptado su presencia, incorporándolas en su nueva rutina de supervivencia. Sus movimientos se volvieron más calculados, y su mente, aunque constantemente agotada, operaba con una claridad que sólo el instinto de supervivencia podía generar.

El paisaje verde, tan vasto y opresivo, comenzó a ofrecerle pequeños destellos de esperanza. Jhonattan había aprendido a reconocer los sonidos de los arroyos lejanos y a identificar las plantas que podrían contener agua en sus tallos. Sin embargo, estos descubrimientos eran a menudo fugaces y decepcionantes. En más de una ocasión, se encontró siguiendo el sonido de un arroyo, solo para descubrir que era un espejismo acústico creado por el viento y las ramas.

Los enfrentamientos con la fauna de la selva continuaron, pero él ya no era la presa fácil de los primeros días. Su instinto de cazador, que había llegado con él a la selva, ahora se había agudizado hasta el límite. Un día, mientras caminaba entre la densa vegetación, sintió una presencia a sus espaldas. Era un jaguar, sus ojos brillando con un resplandor que sólo el hambre podía explicar. Jhonattan se detuvo en seco, sus músculos tensos, y levantó los brazos para parecer más grande, gritando con toda la fuerza que le quedaba. El jaguar, aunque sorprendido por la reacción del cazador, lo miró fijamente durante un largo minuto antes de desaparecer entre los árboles. Allí, se dio cuenta de que, en la naturaleza, la voluntad de sobrevivir podía ser tan efectiva como cualquier arma.

Pero no siempre fue tan afortunado. Las noches en la selva se convirtieron en una pesadilla constante. Una vez, mientras intentaba dormir en una pequeña hondonada cubierta de hojas, fue atacado por una manada de cerdos salvajes. Los gruñidos y los chillidos lo despertaron de inmediato, y en la oscuridad sintió el tirón en su pie. Uno de los cerdos había destrozado una de sus botas, dejando su pie expuesto y vulnerable. Jhonattan agarró su rifle mojado, pero el arma, que ya no funcionaba correctamente, no disparó cuando más lo necesitaba. Permaneció inmóvil, su respiración contenida, hasta que la luz del día ahuyentó a los animales. Encontró a uno de los cerdos muerto cerca de donde había estado acostado, pero lo que debería haber sido una victoria se sintió como una advertencia: la selva no iba a ceder.

Las picaduras de insectos también se convirtieron en una tortura constante. Las larvas intentaban enterrarse en su piel, y los mosquitos y otros insectos le picaban con tal ferocidad que su cuerpo estaba cubierto de llagas. El dolor y la incomodidad eran constantes, pero él se obligaba a seguir adelante, impulsado por un objetivo: encontrar el río. En su mente, el río se había convertido en su única esperanza, la vía de escape que lo sacaría de la selva y lo llevaría de regreso a la civilización.

Durante esos días, Jhonattan comenzó a sentir una conexión inexplicable con la selva. A menudo, encontraba huellas humanas y heces cerca de su campamento improvisado, lo que lo llevó a creer que una tribu oculta lo observaba desde la distancia. Esta creencia le dio fuerzas, alimentando su fe en que no estaba solo y que alguien, o algo, lo protegía en ese vasto y hostil entorno. La selva, que al principio había sido un monstruo insondable, ahora se sentía casi como un ser viviente que lo desafiaba y lo cuidaba a la vez.

La selva también jugaba con su mente. A medida que el hambre y la sed se intensificaban, Jhonattan comenzó a tener alucinaciones. Veía figuras entre los árboles, escuchaba voces que le susurraban en la noche. Estos momentos de debilidad mental eran aterradores, pero también lo ayudaban a mantenerse alerta. Sabía que si perdía el control de su mente, la selva lo devoraría por completo.

El dolor físico, las heridas, y el agotamiento mental se combinaban en un estado de supervivencia pura, donde cada segundo era una lucha. Él sabía que si caía, la selva no mostraría misericordia. Sin embargo, cada día que lograba superar, cada noche que sobrevivía, lo acercaba más a una posibilidad de rescate, aunque cada vez más lejana.

En esos quince días, Jhonattan dejó de ser un cazador perdido para convertirse en un sobreviviente, un hombre que había sido forjado en las entrañas de la selva y que ahora entendía la fragilidad y la resistencia de la vida. Pero el verdadero desafío aún estaba por venir, y la selva, con toda su majestuosidad y terror, aún tenía pruebas que ponerle antes de que pudiera ver la luz de la libertad.

Últimos días y rescate

El día 31 comenzó como cualquier otro, con Jhonattan despertándose con el peso de la desesperación sobre sus hombros. Su cuerpo, ahora casi irreconocible, estaba cubierto de heridas y llagas, su ropa era poco más que trapos sucios pegados a su piel. El tobillo, lesionado días atrás, había comenzado a hincharse terriblemente, impidiéndole caminar con normalidad. Cada paso era una agonía, y la idea de continuar moviéndose parecía una tortura infinita.

El día anterior, había caído en un pozo cubierto de hojas y ramas, una trampa invisible en medio de la selva. El impacto le torció el tobillo y lo dejó incapaz de moverse durante horas. El dolor era tan intenso que pensó que ese sería su fin. Sin embargo, su voluntad de sobrevivir, que había sido su guía a lo largo de esos 30 días de sufrimiento, lo impulsó a arrastrarse fuera del pozo. Se acurrucó bajo un árbol, su mente un torbellino de pensamientos, algunos de resignación, otros de pura rabia contra la selva que no dejaba de jugar con su vida.

Durante esos dos últimos días, la soledad y el agotamiento mental llegaron a un punto crítico. Jhonattan apenas podía distinguir entre la realidad y las alucinaciones que su mente agotada le proyectaba. A menudo veía figuras en la periferia de su visión, sombras que se movían rápidamente entre los árboles, pero cada vez que giraba la cabeza para mirar, no había nada. Las voces también habían vuelto, susurros incoherentes que llenaban sus oídos en los momentos más oscuros de la noche.

El dolor en su tobillo era insoportable, y finalmente, se vio obligado a detenerse. Se dejó caer en el suelo, su cuerpo temblando de agotamiento, mientras la fiebre comenzaba a apoderarse de él. La selva, con su calor húmedo y su opresiva presencia, lo envolvía en un abrazo sofocante. Por primera vez desde que se había perdido, comenzó a perder la esperanza. El pensamiento de que moriría allí, solo y olvidado, en medio de la vasta inmensidad del Amazonas, comenzó a asentarse en su mente.

Pero fue en ese momento de desesperación, cuando la muerte parecía la única salida, que escuchó algo diferente: murmullos lejanos, apenas audibles sobre el ruido constante de la selva. Al principio, pensó que eran otra de sus alucinaciones, una cruel broma de su mente debilitada. Sin embargo, el sonido persistió, y con cada segundo que pasaba, se volvía más claro.

Según detalla Opinión Bolivia, reuniendo toda la fuerza que le quedaba, Jhonattan se arrastró hacia el origen del sonido. Cada movimiento era un tormento, sus manos y rodillas raspaban el suelo húmedo, pero el deseo de vivir lo empujaba hacia adelante. Mientras avanzaba lentamente, los murmullos se convirtieron en voces, y las voces en gritos reconocibles. A unos 300 metros, entre la espesa vegetación, divisó las siluetas de varias personas.

“¡Aquí! ¡Estoy aquí!”, gritó con toda la energía que pudo reunir, su voz un eco quebrado por el esfuerzo y el dolor.

Los hombres, un grupo de rescatistas locales, se giraron al escuchar los gritos. Al principio, dudaron, como si no pudieran creer que después de tantos días, alguien pudiera haber sobrevivido en esas condiciones. Pero cuando vieron a Jhonattan arrastrándose hacia ellos, sus rostros se iluminaron con una mezcla de asombro y alivio.

Las lágrimas comenzaron a fluir por las mejillas de Jhonattan sin control. Las emociones, reprimidas durante semanas, se desbordaron en un torrente incontrolable. Había logrado lo imposible: sobrevivir 31 días en la selva amazónica, solo, sin comida ni agua, enfrentando peligros que hubieran quebrado a cualquier otro ser humano. Mientras los rescatistas se apresuraban a ayudarlo, levantándolo del suelo y ofreciéndole agua, él no podía dejar de llorar.

“Te encontramos, hermano. Estás a salvo”, dijo uno de los hombres, con una mezcla de ternura y sorpresa en la voz.

Los rescatistas lo cargaron entre todos, ayudándolo a caminar hasta donde estaba el resto del grupo de búsqueda. El cuerpo de Jhonattan era una sombra de lo que había sido, severamente deshidratado, con la piel quemada por el sol y cubierta de picaduras e infecciones. Cada paso que daba era un recordatorio del dolor y el sufrimiento que había soportado, pero también de la fuerza que había encontrado en sí mismo para seguir adelante.

Cuando finalmente llegó al campamento, su familia estaba allí, esperándolo. El reencuentro fue un torbellino de emociones. Su hermano Horacio, el primero en verlo, corrió hacia él y lo abrazó con todas sus fuerzas, como si temiera que si lo soltaba, Jhonattan desaparecería de nuevo en la selva.

La selva había perdido la batalla. Jhonattan había sido rescatado, pero la experiencia lo había cambiado para siempre. Mientras lo llevaban al hospital, el agotamiento finalmente lo venció, y se sumió en un sueño profundo, su cuerpo entregándose al descanso que tanto necesitaba. Pero en su mente, aún podía escuchar los sonidos de la selva, recordándole lo frágil que era la vida, y lo fácil que era perderse en la vastedad del mundo natural.

Esa noche, mientras los médicos trataban de rehidratarlo y curar sus heridas, Jhonattan comprendió que su vida nunca volvería a ser la misma. Había mirado a la muerte a los ojos, y había sobrevivido, pero ahora tenía que enfrentarse a un nuevo desafío: reconstruir su vida después de la selva

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