Armas y cultos satánicos: el brutal crimen de una pareja adolescente que lleva más de 35 años sin resolverse
Era una cálida noche de verano de 1988, en San Angelo, Texas, cuando Shane Stewart y Sally McNelly, dos adolescentes enamorados, decidieron ir a mirar los fuegos artificiales por el Día de la Independencia en el lago Nasworthy. Con apenas 16 y 18 años, respectivamente, aquel 4 de julio romántico prometía ser un capítulo más en su historia encantada. Sin embargo, lo que comenzó como una festividad terminaría en una de las historias más oscuras y desconcertantes que sacudieron a esta comunidad del oeste de Texas.
Armas y cultos satánicos se combinaron en uno de los crímenes sin resolver que sigue resonando en los Estados Unidos.
Shane, con su cabello rubio al estilo de un héroe de película de los 80 y una camisa blanca ajustada, parecía el epítome de un joven estadounidense lleno de sueños y posibilidades. Sally, por su parte, de grandes ojos marrones y cabello castaño, había abandonado la escuela pero, tras pasar los exámenes estudiando sola, planeaba unirse a la Marina. Juntos formaban una pareja que, a ojos de todos, parecía tener un futuro.
La última imagen de ellos sería en ese parque de picnic, su Camaro naranja estacionado mientras las luces de los fuegos artificiales se reflejaban en sus rostros juveniles. Lo último que Marshall Stewarat, el padre de Shane, le escuchó decir tras hacerle prometer que no llegaría muy tarde, fue “Te quiero, papá”.
Pero Shane no regresó a casa esa noche, y el pánico no tardó en apoderarse de Marshall. Cuando el reloj marcó las doce, Marshall sintió que algo andaba mal. Junto con su otro hijo, Sean, comenzó una búsqueda frenética por la ciudad, una búsqueda que inauguraría una agonía prolongada y una lucha infructuosa por la justicia.
Al amanecer, el Camaro fue encontrado abandonado lejos del sitio de los fuegos artificiales, en las cercanías del lago O.C. Fisher. La puerta del conductor estaba abierta y las llaves permanecían en el tablero. No había signos de Shane ni de Sally. Como los documentos del auto lo tenían como co-firmante, Marshall recibió la noticia y confirmó su mal presentimiento.
Lo que siguió fue una serie de errores y omisiones por parte de las autoridades que solo profundizarían el misterio y la frustración de la familia Stewart. La escena no fue asegurada adecuadamente; el coche fue contaminado (finalmente, hasta se permitió que Marshall lo condujera a su casa); y las pistas potenciales, como huellas de neumáticos grandes cerca del vehículo, fueron ignoradas.
Con el paso de los meses, la desesperación crecía mientras las pistas se enfriaban. El padre de Shane, negándose a quedarse de brazos cruzados, se lanzó a su propia investigación. Consiguió un radio policial que le permitió seguir algunas de las acciones que, sin recursos y sin mayor voluntad —la hipótesis del sheriff del condado de Tom Green era que los chicos se habían fugado para casarse y comenzar una vida juntos—, los oficiales llevaban adelante cada tanto.
Marshall se enfrentó a quienes hablaron de la posible participación de Sally y Shane en un culto satánico. Le pareció descabellado. Pero, según esos rumores, los líderes del grupo habían marcado a Sally y Shane porque ya no querían seguir siendo parte.
El giro más inquietante en la investigación llegó con un encuentro casual relatado por un testigo, quien afirmó haber visto a Shane y Sally mientras discutían con dos hombres, que habían llegado en un camión, la noche de su desaparición. Las palabras intercambiadas, aunque parcialmente inaudibles, insinuaban un lazo oscuro y peligroso: Sally había estado involucrada con el culto, pero quería cortar todo vínculo. “No, no lo haré de nuevo”, gritó en la noche antes de que el camión se alejara abruptamente.
Por aquellos años ochenta, el “satanic panic” barría los Estados Unidos, y la comunidad de San Angelo no era ajena. El tema encontró un terreno fértil en la desaparición de los dos adolescentes. Los rumores sobre sacrificios rituales y pactos diabólicos comenzaron a circular con fervor, alimentados por el miedo y la incertidumbre.
Cuatro meses después de la desaparición, el cuerpo de una joven fue encontrado en una área remota del embalse de Twin Buttes. Había muerto por disparos de arma larga a quemarropa. Su estado de descomposición hizo difícil la identificación inmediata, pero la ropa coincidía con la que Sally llevaba la noche que desapareció.
Como al cadáver le faltaban dientes, el forense solicitó una nueva exploración del lugar del hallazgo. Así fue como dos días después otra patrulla salió hacia Twin Buttes, y Marshall corrió detrás de ella.
A solo unos metros de donde se encontró a quien en efecto resultó ser Sally, estaba el cuerpo de Shane, oculto entre matorrales y también víctima de disparos de escopeta.
—No puede pasar —un oficial bloqueó el camino a Marshall—. Dése la vuelta, márchese.
—No me voy a ir —Marshall le clavó la mirada. En esos ojos, cansados por las noches sin dormir y los días de desesperación, el policía vio una determinación tenaz.
—Lo que hay allí no va a ser agradable, señor.
—Nada de esto ha sido bonito desde que desaparecieron. Pero le dije a mi hijo que lo encontraría. Y aquí estoy.
El oficial miró a su compañero, en busca de apoyo para disuadir al padre. Pero sólo encontró un gesto de asentimiento resignado. Marshall pasó junto a ellos, cada paso resonando con el eco de su promesa, caminando hacia donde yacía su hijo.
Se arrodilló junto al cuerpo de Shane, vestido con la ropa que llevaba la noche en que desapareció.