Conozca la trágica historia del hombre más radiactivo del planeta
Harold McCluskey acababa de reincorporarse al trabajo tras una huelga de cinco meses cuando ocurrió el accidente. La planta de acabado de plutonio había estado cerrada todo ese tiempo y el material con el que trabajaba se había vuelto inestable. Eran las 2:45 del 30 de agosto de 1976 cuando vio humo al otro lado de su caja de guantes y trató de escapar. Un instante después, la ventana explotó y Harold inhaló la mayor dosis de radiación jamás registrada en un ser humano. Desde entonces se lo conoce como Atomic Man, el auténtico hombre atómico.
En los 70, el complejo nuclear de Hanford ya había entrado en declive. Establecido a orillas del río Columbia como parte del Proyecto Manhattan, Hanford había sido el hogar del primer reactor nuclear a gran escala y el sitio de donde había salido el plutonio de la primera arma nuclear y de la bomba que se lanzó sobre Nagasaki. Hoy se lo conoce como “el lugar más tóxico de América”, pero ningún accidente ha sido tan grave como el de Harold McCluskey.
Ocurrió cuando el operador químico de 64 años vigilaba una columna de intercambio iónico en el ala 242-Z. Para extraer el americio, un elemento artificial 50 veces más radiactivo que el plutonio, Harold tenía que bombear ácido nítrico muy concentrado a través de una capa de resina. Era un hombre cauteloso y sabía que la resina había estado desatendida demasiado tiempo, pero su jefe le pidió que procediera. Había una gruesa ventana de vidrio de plomo para ver lo que ocurría en el interior de la columna y guantes especiales para manipular el intercambio. Al agregar el ácido desde lo alto de una escalera, Harold oyó un silbido desconocido y se quedó petrificado. Cuando el silbido se intensificó, gritó: “¡esta cosa va a explotar!”.
Un destello de luz azul iluminó la sala y una fuerte explosión hizo que todo saltara por los aires. El cuerpo de Harold quedó cubierto de sangre, fragmentos de metal radioactivo y vidrio de plomo. La explosión le había arrancado el respirador y el ácido nítrico le había quemado la cara. Había material radiactivo incrustado en su piel y vapores de americio en sus pulmones. Harold acababa de absorber la mayor dosis de radiación jamás registrada en un técnico nuclear, 500 veces superior a lo que una persona podría recibir sin sufrir ningún daño irreparable en su organismo.
Los sensores de radiactividad hicieron saltar las alarmas en todo el edificio. Médicos y auxiliares acudieron al lugar del accidente con respiradores y ropas especiales para socorrerlo. Harold fue llevado al centro de descontaminación mientras murmuraba “no puedo ver”. El ácido lo había dejado temporalmente ciego y el estallido había dañado su audición. Encerrado en un tanque de acero y hormigón, estuvo tres semanas sin contacto con nadie por miedo a que la radiación contaminara a otras personas. Él mismo explicó a la revista Peopleque lo monitorizaban como a un extraterrestre, con respiradores y ropa protectora; pero no podía ver ni entender claramente a las enfermeras. Pasó un mes hasta que su familia pudo acercarse a menos de 10 metros, rescordó su esposa en la entrevista.
De nueve médicos, cuatro pensaron que tenía un 50% de probabilidad de sobrevivir. “El resto simplemente negaba con la cabeza”, dijo. Pero vivió. Durante cinco meses le inyectaron 600 vacunas DTPA de zinc, un fármaco que se une a los metales radiactivos. Las enfermeras lo lavaban y afeitaban todos los días, tirando las toallas y el agua de sus baños en un vertedero de residuos nucleares. Era tal la cantidad de americio que había en su cuerpo que cada exhalación disparaba el contador de Geiger.
Sin embargo, el tratamiento funcionó y su nivel de radiactividad cayó un 80% tras casi medio año de aislamiento. Harold pudo volver a casa, donde tuvo problemas de otro tipo. En la entrevista de People recordó cómo sus amigos lo llamaba por teléfono y le decían algo parecido a: “Harold, me caes bien, pero nunca podré volver a tu casa”. También confesó que iba rotando de peluquería para “no arruinar el negocio de nadie”. En la prensa lo llamaban el hombre atómico, que sonaba como el apodo de un superhéroe, pero su vida se parecía más a la de un hombre solitario con una enfermedad mortal y contagiosa.
Tras el accidente, Harold sufrió una infección renal, cuatro ataques cardiacos y un trasplante de córnea, pero nunca se desanimó. Los gastos médicos fueron pagados por el Departamento de Energía de Estados Unidos, que también le ofreció una cuantiosa indemnización. Murió de una insuficiencia cardíaca congestiva en 1987, a la edad de 75 años, mientras visitaba a su hija. No parece que hubiera un vínculo entre su muerte y la radiación, lo que dejó perplejos a los científicos. En Hanford, el lugar del accidente pasó a llamarse “sala McCluskey” y permaneció casi intacto (salvo por alguna limpieza ocasional) hasta que fue demolido en 2017 como parte de un trabajo de limpieza que borrará del mapa la antigua planta.
Con información de Alberto News