La historia detrás de una de las escenas más épicas del cine: Rocky y sus escalinatas e invención de la steadicam
La de Rocky, con sus ocho películas, es la gran saga deportiva del cine moderno (hasta podría decirse que sobra lo de “deportiva”).
Rocky (1976), la primera película de la saga, es la Cenicienta con guantes de ocho onzas y protector bucal. La película nació de la obstinación de un actor poco conocido en ese momento. Sylvester Stallone recorrió las oficinas de los productores ofreciendo su guión en el que contaba la historia de un boxeador de poca monta que casi de casualidad se encuentra frente a la gran posibilidad de su vida. Los productores Irwin Winkler y Robert Chartoff le ofrecieron al ignoto Sylvester Stallone, que apenas llegaba a fin de mes, 350 mil dólares por el guión. No aceptó. La condición que exigía para vender el guión era protagonizarlo él mismo, a riesgo de quedarse sin nada. La insistencia y la confianza en su obra fueron premiadas.
Para escribir su guión, Stallone se inspiró en la historia de Chuck Wepner, un peso pesado que peleaba en clubes -como Rocky al comienzo de la primera de la saga- y que en 1975 enfrentó a Muhammad Alí. Ningún especialista creía que tenía alguna chance. Para tomar dimensión de su calidad boxística sólo hay que mirar el apodo por el que se lo conocía: El sangrador de Bayona. Su característica más reconocible era la cantidad de cortes con los que terminaba su cara luego de cada pelea. Alí venía de derrotar a George Foreman y Wepner se vislumbraba como un buen descanso, una manera de seguir en actividad sin arriesgarse.
Chuck parecía un bancario: entradas abundantes con una línea de pelo en el centro de la cabeza, como no resignándose a la calvicie inevitable, un bigote sin gracia y un físico no demasiado trabajado en el que algún rollito sobresalía. Sin embargo, no sólo aguantó toda la pelea, sino que con un golpe al cuerpo, derribó a Alí en el noveno round. Cuando faltaban apenas veinte segundos para el final del round 15, el último, Muhammad Alí logró noquearlo. Stallone, desde la butaca de un cine de Los Ángeles que pasaba el combate por circuito cerrado, se sorprendió con la performance de Wepner. Vio como el público que estaba junto a él enloqueció con la caída del campeón del mundo y con el KOT faltando veinte segundos. En ese momento pensó: “Esto es drama. Lo único que tengo que hacer es crear un personaje y lograr llevarlo hasta ese punto”. Pocos días después se sentó a escribir el guión que cambiaría su vida por siempre.
Ese argumento, esa trama se filmó antes y después decenas de veces. Sin exagerar se podría decir centenares de veces. Pero nunca como en Rocky. Nadie se puedo instalar en el corazón del espectador como él. Pocos pudieron crear un personaje con tanto corazón. Como si Frank Capra hubiera filmado una película de boxeo.
La historia es simple y efectiva. Pelea en clubes de mala muerte, en su gimnasio ni siquiera le mantienen el locker. Llega la oferta, impensada, para pelear por el título del mundo. Le gusta una chica, empiezan a salir. Entrena para poder estar a la altura del desafío, para aprovechar sus quince minutos de fama. Se enamora. Pelea en el gran evento. Da la talla. Termina junto a su gran amor. Sencillo, da en el blanco. La fórmula, parece, clara. Pero ha sido copiada innumerables veces y nunca ha vuelto a funcionar de esa manera.
Rocky es la cristalización del argumento del Underdog. Un término muy utilizado en el mundo angloparlante sin traducción exacta al español. Se refiere al que nadie tiene en cuenta, al que va de punto en alguna competencia y logra triunfar, o al menos estar a la altura del compromiso. Esa situación, tan frecuente en el deporte, pocas veces fue contada con tanto encanto.
Sylvester Stallone logró con Rocky su gran papel, nació para ser Rocky. Lejos del estereotipo del héroe de acción de sus películas de los ochenta (y gracias a Dios, más lejos todavía del arquero espástico de Escape a la Victoria). Imaginó, escribió, le puso el cuerpo -también le puso su hambre de gloria- y hasta dirigió la mayoría de las películas. Este personaje entrañable es su aporte a la historia del cine. No es poco.
La película tiene mayores méritos que los que los especialistas le han adjudicado. Dirigida por un hombre de oficio como John Avildsen, con Stallone detrás de cada uno de los detalles, tiene algo de artesanal, muy alejado de los blockbusters de la actualidad. Por ejemplo, los personajes secundarios están muy bien construidos. Paulie, el cuñado borrachín; Mickey, el veterano entrenador que al principio no quiere saber nada con él; hasta Gazzo, el gángster para el que Rocky trabaja de matón. Pero el verdadero acierto es Apollo Creed, un gran antagonista.
La primera opción para el papel fue el ex campeón del mundo Ken Norton, quien declinó la oferta. Interpretado por Carl Weathers, ex jugador de fútbol americano, el personaje ganó en profundidad. Es el campeón de los pesos pesados: el deportista más importante de su tiempo, el más poderoso, el de mayor fama (eso fue cambiando con el correr de los años: hoy casi nadie sabe quién es el campeón de los pesos pesados). Debía saber actuar y tener la técnica, el físico y el porte de un campeón. Y Carl Weathers tiene todo eso. Su imitación del Alí bombástico y petulante es convincente. Logra que esa arrogancia atrape y seduzca en vez de causar rechazo. Cuando elige a Rocky como rival, por la sonoridad de su nombre y apodo, dice: “Apollo Creed contra el Semental Italiano. Parece el título de una maldita película de monstruos”. Tiene un gran apodo: Master of Disaster. Apollo es un personaje con varias capas. No es el típico villano sin espesor y en el que se depositan todos los defectos del mundo. Con el correr de las películas su personaje va mutando hasta convertirse en ladero de Rocky. Su muerte en la cuarta entrega sigue siendo un hito de la cultura popular de los ochenta.
Balboa llega a la oficina del agente de Apollo creyendo que lo quieren como sparring. Sin embargo le ofrecen pelear por el título del mundo. Algo tan grande que ni siquiera se había permitido soñarlo. Responde que no. En esa cara, en el silencio previo, vemos pasar su vida por delante, todos sus fracasos. Agradece pero se rehúsa y dice, con cierto pesar, que no sería una buena pelea. Luego recapacita y lo que lo desvela es no pasar papelones, no defraudar. A ese concepto él lo llama Going the distance. Es todo lo que pretendía Rocky. Poder dar la talla, llegar de pie hasta el final de la pelea. Demostrarle a todos, pero en especial a él mismo, que no era un paquete (un bum) y que podía estar a la altura del compromiso, ser un buen contendiente. Ese era su aspiración. Para eso debe entrenar mucho.
Flexiones con un solo brazo, la soga, los abdominales, los golpes rítmicos a la pera, las piñas a las reses en la cámara frigorífica y el inolvidable momento en el que persigue a la gallina hasta alcanzarla. Los clips de entrenamiento, infaltables en cada parte de la saga, son una marca registrada y un rasgo de estilo que se filtró al resto del cine. Un recurso emotivo, ágil e infalible. Un recurso invicto: jamás falla.
A eso hay que agregarle la banda sonora: los ruidos del gimnasio. Un traqueteo permanente. Es una locomotora, un tren de ilusiones transpiradas que posiblemente nunca lleguen a destino. Una exageración del cine pero ese es el rango distintivo de un gimnasio de boxeo. Los ruidos, los sonidos, los repiqueteos y jadeos mezclándose. Y el olor a linimento.
La saga Rocky repite como marcas de agua varios recursos. El clip de entrenamiento, muy influyente en el cine posterior, es uno de ellos. Otros: los títulos de apertura con letras catástrofe corriendo lateralmente por la pantalla, la música de Bill Conti, que cada película empiece dónde terminó la anterior, que el clímax se dé con la pelea final.
Sin embargo la más característica escena de Rocky, esa que resulta imborrable para todos, la que traspasó la pantalla y se convirtió en un ícono pop, en un hábito más de la vida moderna, es la subida a las escalinatas. Una marca registrada.
El lugar elegido son las escalinatas del Museo de Arte de Filadelfia. La primera vez que lo intenta está fuera de forma; llega con lentitud a la cima, casi sin aire, arrastrándose, con dolor en el bazo. Luego, ya pleno físicamente, al acceder a la plataforma comienza a dar pequeños saltos con los brazos levantados en gesto triunfal -acentuado por el ralenti. Una imagen icónica. (Levante la mano quien no remedó el gesto alguna vez).
No sólo se trata de las imágenes. El marco sonoro está dado por Gonna fly now de Bill Conti. Todo parece épico con esa canción de fondo. Esa música que todos alguna vez tarareamos. ¿Quién no entrenó con esa especie de fantarria de fondo? ¿Quién no corrió con esos cornos franceses y trombones en sus auriculares? ¿Quién no se siente con chances de ser campeón del mundo cuando escucha Gonna Fly Now?
En cada entrega de la serie, la escalinata del Museo juega su parte. Convirtiéndose en un clásico. En los primero films es la culminación de la etapa del entrenamiento, el final del segundo acto. Luego vendrá la pelea final, el gran clímax. Cuando entrena Rocky tiene una especie de uniforme: buzo gris, remera agujereada, especie de bufanda celeste, las manos vendadas, botitas Converse (De civil: sombrero de ala angosta, campera de cuero, remera de franela, guantes con los dedos cortados, la pelota de goma rebotando contra el asfalto. Todo de estricto negro con el humo saliendo de la boca por el crudo invierno de Filadelfia).
Ese primer ascenso, icónico e inolvidable, cuenta además con un adelanto técnico. Es la primera escena filmada con una Steadicam. Recurso explotado a la perfección en las posteriores secuencias de la pelea entre el Semental Italiano y Apollo Creed. Garrett Brown, luego de varios diseños y varios años de prueba, logró dar con la Steadicam, la cámara que a pesar de que el operador se moviera seguía manteniendo la estabilidad sin moverse ni saltar, sin temblores en la imagen. Para probar el dispositivo fue con su esposa Helen al Museo de Arte de Filadelfia. Allí filmó a la joven en jeans bajando por las escalinatas y luego subiéndolas. Esta última toma es sorprendentemente parecida a la mítica escena protagonizada por Stallone.
Las razones son bastante sencillas. Con esos pocos minutos de prueba filmados, Brown viajó a Los Angeles para tratar de vender su invento. Uno de los primeros con los que se cruzó en Hollywood fue con John Avildsen que estaba por empezar a filmar Rocky. El director le preguntó dónde había filmado la escena y además contrató el dispositivo y a Brown como camarógrafo.
En Rocky II, Balboa sale a correr con su uniforme sólo alterado por una vincha roja en lugar del gorro de lana negro. Las calles sucias de Filadelfia, la basura amontonándose en las veredas, las paredes deshechas de las casas. Los puesteros de la feria lo vivan, de los autos lo saludan a bocinazos y los chicos de toda la ciudad se suman a su carrera y lo acompañan. La escalada la hacen todos juntos con el boxeador a la cabeza. Cuando llegan arriba todos saltan, lo rodean y lo abrazan.
En Rocky III otra vez sube los escalones pero esta vez de traje. La ciudad decide homenajear a Balboa e instala en el lugar una estatua de bronce del boxeador. La estatua, luego del rodaje, permaneció un tiempo en la explanada de entrada del Museo de Arte y ahora se encuentra abajo y a su derecha, en un sitio especial al que acuden los turistas.
La Guerra Fría llevó a nuestro luchador a la Unión Soviética en Rocky IV. El objetivo, derrotar a Ivan Drago y reponer el orden mundial. En la nevada estepa rusa no hay escalinatas pero una fuga de agentes soviéticos en medio de un duro y rústico entrenamiento nos da la analogía perfecta. La escalada en este caso es casi literal: Balboa corre por la ladera escarpada y nevada de una montaña.
En Rocky V, la peor de la saga, nuestro héroe ya retirado asciende por esos escalones, de civil, mientras juega con su pequeño hijo. Pasaron muchos años y cuando ya se creía que Rocky no volvería ni al ring ni a las pantallas, reapareció en gran forma. La épica intacta. Rocky Balboa es una excelente película. Balboa arañando los sesenta vuelve a boxear. El entrenamiento finaliza, como no podía ser de otra manera, con el ascenso. Esta vez con un compañero: su perro. La nieve de la madrugada de Filadelfia, el buzo gris, el gorro de lana negro, los guantes de cuero sin dedos. El ascenso exitoso y los saltos triunfales. Rocky estaba de vuelta.
Los créditos finales de esa película brindan una sorpresa más. Filmaciones caseras de diversas épocas muestran a gente común emulando a su ídolo. Superando esos escalones y festejando con saltos cortos y enérgicos mientras levantan los brazos. Niños, abuelas, adolescentes, familias enteras, grupos de amigos. Todo Filadelfia tratando de parecerse a Rocky, homenajeándolo.
En Creed, su discípulo y Rocky ya convertido en entrenador (Stallone en esta película tiene la misma edad que Burguess Meredith, el actor que interpretaba a Mickey, en la primera película de la serie) cierran la película subiendo esos escalones. Conversan, Balboa aconseja al joven hijo de Apollo. El tiempo pasa y Rocky llega sin aire a la cima. Debe resoplar y esperar unos segundos para seguir hablando. En Creed II, la octava y última película se le da una vuelta de tuerca más al recurso. Ivan Drago y su hijo son los que acuden a la explanada del Museo de Arte de Filadelfia.
La escena fue plagiada, tomada como inspiración y hasta parodiada. Se convirtió en un ícono cinematográfico. En esa subida hay ilusión, esperanza, superación, capacidad de trabajo.
Son 72 escalones. Se los conoce como los Rocky steps. Se convirtieron en una de las principales atracciones turísticas de la ciudad. Miles de personas diariamente los suben. Algunos corren, otros caminan, unos pocos los saltan de dos en dos, la gran mayoría termina la subida con menos energía que al inicio. Pero todos, en esos escasos minutos, logran sentirse un campeón. Todos, mientras miran Filadelfia desde esa altura, mientras levantan los brazos hacia un público imaginario, mientras dan pequeños saltos, todos se sienten Rocky Balboa.