El increíble Nido del Águila: Un lujoso refugio que los nazis le regalaron a Hitler y ahora es un restaurante (+Fotos)
Lo construyó contra reloj Martin Bormann como obsequio de cumpleaños para el Führer. Está en la punta de un cerro a 1834 metros de altura. Allí se decidieron varias de las acciones más importantes de la Segunda Guerra Mundial. Todavía hoy se puede visitar.
Nadie pensaba que los plazos se iban a cumplir cuando comenzaron a construir la Kehlsteinhaus, traducción alemana para El Nido del Águila. Pero llegar a tiempo era parte fundamental del proyecto. Era el gran regalo, fastuoso y desmesurado, que Martin Bormann había pergeñado para su jefe, Adolf Hitler. Su homenaje por los 50 años del Führer (aunque formalmente el regalo lo hiciera el Partido Nazi a su líder). La casa alpina está ubicada es un lugar increíble: la punta de una montaña. La hicieron lujosa y sólida a la vez. Pero la excepcionalidad de este proyecto no la da el fausto, sino que es una de las pocas construcciones que pertenecieron al Führer que aún queda en pie. Para el turismo que recorre esa zona de Baviera, un lugar de paso casi obligatorio.
A una decena de kilómetros de Salzburgo, a 1.834 metros de altura, esta casa fue pensada como un lugar de descanso para Hitler; también deseaban destinarla al uso de mandatarios extranjeros que lo visitaran en su residencia de retiro.
Bormann quedó fascinado con la dificultad que el proyecto presentaba. Todo estaba por hacerse. Caminos para acceder a la base, perforar la montaña, llevar los materiales para la casa hasta la cumbre. El tiempo apremiaba. Parecía imposible que se llegara antes del aniversario de Hitler. Sin embargo la obra estuvo terminada puntualmente. El costo fue altísimo. Y no solo en lo que se refiere a lo económico. Doce operarios murieron en el proceso. Bormann ordenó que se trabajara las 24 horas del día en varios turnos continuados. Por la noche unos precarios focos iluminaban las tareas.
Hubo que construir y asfaltar una ruta de más de 6 kilómetros, para eso se debió tallar la montaña, picar la piedra y alisar un terreno que parecía impenetrable, arreglar el sendero de la montaña que por un largo camino llevaba a la casa y disponer todo para instalar un ascensor para que Hitler llegara a la cumbre. Eso fue lo más costoso (y también la parte de la faena que más vidas se llevó). Hubo que perforar la montaña. Hacer una cavidad dentro de ella, un túnel vertical para que pasara el ascensor.
Se construyó un teleférico para hacer llegar los materiales a la cumbre. Se contrataron cientos de hombres para que acarrearan lo necesario para erigir la casa. Recibieron trato casi de esclavos debiendo soportar cargas y horarios de trabajo inhumanos. Se subieron bloques ya armados para acelerar los tiempos, como si se tratara de una vivienda prefabricada.
Se estima (un cálculo que en estos casos nunca es demasiado preciso pero que da una idea de la fortuna dispuesta por Bormann para su regalo) que se gastaron, a valores actuales, más de 150 millones de dólares. En el pueblo se hizo popular un chiste mientras veían pasar a los obreros, a los dirigentes que controlaban el avance de los trabajos y a los contratistas llegar con sus máquinas. Decían que era una situación similar a la de la fiebre del oro; llegaban día a día buscadores del metal precioso para que cambiara su vida. Pero que en vez de buscar oro en los cursos de agua o en las montañas solo debían ponerse debajo de una ventana. No había que encontrar oro, solo se debía esperar que Bormann lo lanzara por esa ventana.
Albert Speer dice en sus Memorias que “esa obra gigantesca que se realizó en la montaña, y a pesar de sus críticas ocasionales por todo aquel dispendio, era característica de la transformación que se había operado en el estilo de vida de Hitler, y también de su tendencia a aislarse más y más del resto del mundo. No se puede explicar solo por su temor a sufrir atentados, pues casi todos los días permitía que miles de personas penetraran en el recinto para expresarle su adhesión”.
Quien bautizó esa gran obra arquitectónica, deslumbrado por la majestuosidad y por las dificultades que habían resuelto en el camino, fue el embajador francés en Alemania, André Francois Poncet. Él fue quien dijo que esa casa era El Nido del Águila. El nombre fue adoptado de inmediato.
Uno de los principales motivos de su construcción fue que el Nido del Águila se encontraba cerca del Berghof, la segunda residencia oficial de Hitler, en la que pasaba buena parte del año. Tanto era el tiempo que Hitler pasaba allí que de lugar de descanso mutó en la sede alternativa gubernamental de Alemania. Años antes, luego de ser liberado de la prisión en 1924, Hitler alquiló una modesta casa alpina en la que descansó y se encerró a trabajar en sus siguientes pasos políticos. Enamorado del lugar, Hitler compró la casa en 1932, según la versión oficial, con las regalías que produjeron las numerosas ediciones de Mi Lucha. Ya en 1936, esa ascética casa alpina, se transformó en una mansión de treinta habitaciones.
Para la ampliación, Hitler, cuyo fuerte no era reconocer sus limitaciones, quiso encargarse personalmente de realizar los planos. Le pidió prestado a su arquitecto y ministro Albert Speer varios implementos: mesas de dibujo, lápices, reglas y demás materiales necesarios.
Como estaba encariñado con la anterior casa la conservó adosándole las nuevas construcciones. Este frankenstein arquitectónico tuvo que ser revisado por profesionales sin que su autor original se enterara. Debían corregir sus errores de principiante pero también debían evitar que se diera cuenta y desplegara su furia sobre ellos. Hitler decía que esa casa de montaña le proporcionaba paz interior y lo hacía pensar mejor. Allí elucubró sus discursos más importantes.
Pero no se trató solo de la ampliación monstruosa de la casa. El Berghof pasó a ser parte de algo mucho más grande, el Obersalzberg. Ese era el nombre del complejo de viviendas y construcciones que se levantaron alrededor del Berghof. Martin Bormann, al ver la predilección del jefe por el lugar, salió a comprar todas las casas y terrenos vecinos. El éxito fue total. Y no se trataba de que tenía grandes habilidades como negociador. Algunos aceptaron gustosos vender sus propiedades, otros se negaron pero debieron ceder ante las amenazas, algunos fueron expropiados y unos cuantos fueron lanzados de sus hogares sin indemnización alguna.
Bormann tomó posesión, en nombre del estado alemán, de toda la zona. Evidentemente el dinero no surgía de los derechos de autor de Mi Lucha. Demolió cada una de las viviendas. Tuvo también problemas con la iglesia local porque ordenó sacar todas las cruces con las que estaban marcadas las tumbas al costado del camino (una costumbre de varios siglos de antigüedad) porque el paisaje fúnebre mientras llegaba a su casa oscurecía el carácter del Führer.
Bormann, Albert Speer, Hermann Göring, fueron algunos de los jerarcas que construyeron viviendas cerca de la del Führer. Hacían reuniones de gabinete en ese paisaje agreste. La zona se transformó por completo. También se levantaron hoteles de lujo, barracas para que duerman obreros y soldados, restaurantes, oficinas públicas, casas para la nueva oleada de empleados. El Obersalzberg se había convertido en un nuevo centro del poder. Y el Nido del Águila era su corolario, la joya del nuevo poblado.
El Berghof y también el Nido del Águila servían para brindar otra imagen de Hitler. Las fotos y filmaciones del líder en el paisaje paradisíaco, mostrándose al aire libre o en su mesa de trabajo, pretendían forjar un hombre público, un estadista sereno, firme y seguro de sí mismo. Una falsa imagen idílica, una construcción que tapara las atrocidades que pasaban en el sistema concentracionario.
Toda la zona de la Obersalzberg y el Berghof fue bombardeada después de la Segunda Guerra Mundial. Cada una de las construcciones fue destruida. Los Aliados no querían que subsistieran ni vestigios de la época nazi. Que ningún lugar se prestara para ser excusa de peregrinación y culto al régimen genocida.
Sin embargo, la ubicación en la cima de la montaña, la soledad y la complejidad para acceder a ella, debe haber hecho sentir ridículos a los generales norteamericanos cuando planearon bombardear el Nido del Águila, como hicieron con las propiedades cercanas, las que integraban el Obersalzberg. También algún historiador sostiene que los generales norteamericanos con Dwight Eisenhower a la cabeza quedaron extasiados con la vista de El Nido del Águila y no consintieron su destrucción.
Otro factor que puede haber influido fue que a pesar de su origen, de su destino inicial, la vivienda fue utilizada en muy pocas ocasiones por Hitler, situación que a Bormann le debe haber roto el corazón. Algunos dicen que Hitler además sufría acrofobia, y que ese temor a las alturas hizo que solo concurriera al faraónico proyecto menos de una decena de veces.
Meses antes de su inauguración, cuando promediaba la obra, Bormann llevó a su jefe a visitarla. Todo estaba a medio hacer, era difícil tener una idea clara de cómo iba a quedar debido a la complejidad de la empresa. Sin embargo, el Führer se mostró muy disgustado por el emplazamiento de la propiedad, no entendía las ventajas de que la casa estuviera tan arriba.
Los Aliados devolvieron El Nido del Águila a las autoridades bávaras en 1960. Durante un tiempo permaneció cerrada. Hubo muchas discusiones sobre qué destino conferirle. En la actualidad es un restaurante con una vista única. Los beneficios económicos se destinan a organizaciones de bien público. En el mismo complejo se erigió un centro de documentación que recuerda a los visitantes las atrocidades cometidas por el nazismo.
El acceso, como en el momento de su estreno, no es sencillo. Una opción es ir caminando por la montaña; el recorrido toma casi tres horas. El otro es ir con auto hasta la base, tomar un colectivo hasta cerca del Nido del Águila y todavía desandar un sendero otros 20 minutos. También, todavía, se mantiene la posibilidad de ascender por el lujoso ascensor enclavado dentro de la montaña para acceder al restaurante.
El Kehlsteinhaus o Nido de Águila se mantiene en pie, sobrevivió a la destrucción de todo recuerdo nazi. Su acceso limitado, los pocos días pasados por Hitler en el lugar, hicieron que la identificación con el régimen no fuera tan definitiva y así se evitó que se convirtiera en un santuario de los nostálgicos de la barbarie nazi. Se mantiene como un signo majestuoso, rodeado de una increíble belleza natural, recuerda a cada visitante que el horror y la maravilla pueden convivir. Esa casa todavía funciona como metáfora de la desmesura.
Por Infobae