Jeorgina, la mujer transgénero wayuu que desafió su tribu y su cultura

Imagen referencial. Fuente: La Patilla

El peso de un cuerpo hace que las hebras de un chinchorro sencillo rocen la tierra a medida que está en movimiento. Una mujer vestida con una desgastada manta wayuu de color rosa toma un descanso en medio del abrasante calor que desprenden las áridas tierras de la Alta Guajira.

Es la una de la tarde y el fogón donde se cocinó el almuerzo todavía desprende una fina capa de humo que se mezcla con el polvo que levanta la brisa. El chinchorro cuelga de dos palos secos y le hace sombra un techo improvisado de restos de cactus. Jeorgina Henríquez es la dueña de ese descansadero y de dos pequeñas estructuras de bahareque que están en la mitad de una amplia extensión de tierra, en la ranchería Meera, a unos 5 kilómetros del casco urbano del municipio de Uribia, La Guajira.

La mujer no tiene más compañía humana, está sola con cinco gallinas, el sonido del viento y una que otra voz de algún habitante de una ranchería cercana.

Ella dice que tiene 80 años, pero la lucidez y su apariencia dicen lo contrario; es de estatura media, tez morena, cabello corto, negro y liso; su nariz es ancha, sus ojos rasgados y sus pómulos son sobresalientes. Los años han ido suavizando sus facciones y muchos dicen que ningún nativo o foráneo en la actualidad se atreve a sacar el pasado de Jeorgina con solo mirarla. “Ella es una más de las wayuu adultas de la región”, relatan.

De momento la mujer se sienta en su chinchorro y dice: nojotsu taya aashgaintüiu (no voy a hablar), entonces, entrelaza sus dedos llenos de anillos, fija su vista hacia la entrada de la ranchería, sus ojos adquieren un brillo distinto, sus pupilas se dilatan y todo se queda en silencio.

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Jeorgina es quizás la única mujer trans indígena del país y la más longeva de la que se tengan registros, y bajo esas circunstancias ella sabe que su historia tiene un valor.

Tras varios minutos de silencios, diálogos, risas y bromas, la mujer accede a contar algunos detalles de su vida, no sin antes advertir que debía arreglarse. Es así como se cambia de manta, se coloca un sombrero wayuu, se acomoda el cabello y, posteriormente, se sienta en una silla de metal.

Jeorgina no habla casi español, pero sí logra entenderlo, por lo que fue necesario que dos intérpretes wayuu tradujeran lo que la mujer decía.

La mujer vive en la ranchería Meera, a unos 5 kilómetros del casco urbano del municipio de Uribia.

Cuentan los uribieros que a mediados de los años 50 la vida en el municipio, considerado hoy como la “capital indígena de Colombia”, apenas se adentraba hacia la urbanidad, “pocas casas tenían privilegios”. Para esos años, Jeorgina estaría entrando hacia la adolescencia, según los años que dice tener, y muchos de los habitantes de Uribia recuerdan que un wayuu se atrevió a realizar el acto más grande de rebeldía del que conocían los moradores: Jorge salió a las calles vestido con una manta guajira.

Desde que era un niño sabía que era diferente, que algo no guardaba relación con lo que debía ser y cómo me sentía, pero me mantuve fuerte, no fue fácil entender todo esto. Llegó un momento en el que los comentarios ya no me hacían daño. El tiempo hizo una costra en mí, más nadie –ni verbal, ni físicamente– volvió a hacerme daño”, dice Jeorgina a medida que rasga la pared construida de tierra naranja.

Manifiesta que todo lo que rodeaba su identidad de género ocasionó conflictos y choques en su familia debido a las costumbres y creencias que profesa su cultura.

Llegué a estar apartada, casi que desterrada, por lo que preferí huir. Había veces que no comía, aguantaba sol y lluvia. Todo eso hizo que me acostumbrara a estar sola la mayor parte del tiempo”, dice la mujer en medio de una sonrisa pícara que deja entrever los recuerdos que llegan a su mente de los momentos en los que tuvo alguna compañía.

Muchos de los habitantes de Uribia que conocen a Jeorgina admiran de ella su valentía, la capacidad de mantener en alto su  dignidad y la perseverancia que a lo largo de estos años ha mantenido en medio de una cultura marcada por el machismo.

Ella salió a las calles del pueblo y revolucionó todo. Muchos creyeron que era una broma, pero no fue así. Desde ese momento Jeorgina aguantó el rechazó, las burlas y la discriminación por muchos años”, cuenta José Ortega, un habitante de Uribia.

El hombre recuerda que el padre de Jeorgina intentó matarla en una oportunidad, debido a que no aguantaba los comentarios que le hacían de ella. “Todo eso debió haber sido difícil, pero a lo largo del tiempo ella se fue ganando el respeto de las personas, es una persona fuerte”, dice.

Sin embargo, muchos destacan la solidaridad y aceptación que muchos tuvieron con ella. “Muchas mujeres de otras rancherías la ayudaron, le daban cabida en sus casas para que la mujer las ayudara con los oficios y otras le encargaban artesanías y hamacas”, recuerda Ortega.

Con información de La Patilla

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