El drama de Requesens tras 90 días en El Helicoide
La caravana de camionetas y motos descendió a toda velocidad por la pendiente, rumbo a la calle Helicoide, en el Distrito Capital venezolano. Los familiares del aguerrido diputado opositor Juan Carlos Requesens Martínez, preso desde el 7 de agosto por su presunta participación en el atentado fallido contra el presidente Nicolás Maduro, estaban ahí, como cada mañana, para llevarle los alimentos y medicinas que requiere tras la cirugía bariátrica a la que fue sometida el año pasado.
-¿Eso es un traslado? -preguntó la madre a uno de los custodios de la sede del Servicio Bolivariano de Inteligencia Nacional (Sebin).
-Sí. -¿Es Juanki? -insistió ella, al referirse al parlamentario de 29 años, a quien por cariño sus allegados también llaman Goico.
-No sabemos.
Veinticuatro horas antes, Paula Martínez, una maestra de inglés de 54 años, retirada para asumir el rol de madre de preso político, había solicitado en rueda de prensa ese traslado para su hijo, a quien hacía 15 días una muela se le había roto e infectado.
Aguas negras
El dolor le impedía comer. Por eso, aquella mañana, su madre le llevaba alimentos blandos: pasta y bollitos de harina de maíz. También le llevaba agua con sal, para que hiciera gárgaras y aliviara la inflamación, que amenazaba con empeorar por estar encerrado en una celda sin ventanas con un bote de aguas negras.
Los deseos de los familiares de presos políticos venezolanos no son órdenes, pero la solicitud de traslado de esta madre desesperada había llegado en un momento más que oportuno. Aquella mañana, en El Helicoide, esa estructura piramidal destinada a ser un centro comercial y que terminó como la prisión más renombrada del Gobierno venezolano y un presunto centro de torturas, se concretaba el rumorado cambio de mando de la policía política, a manos de un hombre de confianza de Nicolás Maduro.
Por eso, los funcionarios que custodiaban la entrada aquella mañana le habían advertido a Paula Martínez que la admisión de los alimentos se demoraría un poco más de lo habitual. Mientras la madre esperaba pacientemente en la entrada del recinto, recordaba las palabras de su hijo la tarde del 4 de agosto, tras haber visto el vídeo del atentado frustrado contra Maduro:
-¿A qué pendejo irán a meter preso por esto? -le había dicho en una conversación telefónica.
La persecución política ya había permeado el círculo más cercano de Juan Carlos Requesens, por lo que ella, con su instinto protector, le insistía en que se fuera del país.
En aquella primera visita al Sebin-Helicoide, el 21 de septiembre, cuando después de 44 días de angustia le permitieron ver a su hijo, no se lo reprochó. Tampoco lloró, aunque era lo único que quería hacer, para no preocuparlo. Sólo lo abrazó y no le soltó la mano ni un instante. Lo revisó como pudo y se conformó con la respuesta vigilada y grabada de que estaba bien. De los seis encuentros que han tenido, sólo uno ha sido lo suficientemente largo como para poner al día al diputado con el complicado acontecer nacional.
En las tres horas que duró ese encuentro, el 7 de octubre, pudo contarle, además, del avance de Adrián, su hijo de un año de edad, en el caminar; y de cómo Sabina, su otra hija, de tres años, buscaba cada día las golosinas que supuestamente le mandaba su padre desde la “misión secreta” en la que está. También le habló de los triunfos del Barça, a casi 7.000 kilómetros de distancia, el equipo al que sigue por sus raíces.
La familia paterna de Requesens es de origen catalán. Su padre Juan Guillermo, un médico traumatólogo que fue militar asimilado, pero tuvo sus diferencias con el gobierno de Hugo Chávez, y su hermana Rafaela, una combatiente líder estudiantil también adversa al Ejecutivo de Maduro, tienen la nacionalidad española, pero la tramitaron cuando Juanki ya había cumplido la mayoría de edad, por lo que él no pudo heredarla. Igual hubiera renunciado a ella en 2017 para poder optar al cargo de gobernador del estado de Táchira.
La noche amarga
Durante la espera de aquella mañana en la entrada de El Helicoide fue inevitable que la madre recordara también la noche amarga en la que se llevaron a su hijo. Ella estaba a casi 300 kilómetros de distancia, preparando la cena en una ciudad del oeste del país llamada San Felipe, en la que estaba de visita.
No prestaba atención al móvil, que no paraba de recibir mensajes. Las notificaciones provenían de un grupo de WhatsApp de los vecinos de la urbanización en la que vive, en Caracas. Hablaban de la presencia de una docena de funcionarios del Sebin en su edificio.
Maduro ya había iniciado una transmisión conjunta de radio y televisión, en la que ofrecería detalles del magnicidio frustrado. Más temprano, desde la tribuna de la Asamblea Nacional, Requesens había dado un emotivo discurso a propósito de la persecución contra uno de sus compañeros del Parlamento y del partido Primero Justicia, José Manuel Olivares: “Yo me niego a rendirme. Yo me niego a arrodillarme frente a quienes hoy pretenden quebrarnos la moral. Muchos hermanos de nosotros están hoy fuera del país. Muchos están bajo tierra (…) porque los mataste, Nicolás (Maduro). Y los que todavía podemos estar aquí, aquí vamos a seguir poniéndoles el pecho. Hoy puedo hablar desde aquí, mañana no sé”.
Desde antes de que dijera la que resultó ser su despedida de la libertad, había rumores de que el Sebin lo tenía en la mira. Cobraron mayor fuerza por la noche. Antes de salir con su hermana del apartamento en el que vivían con sus padres, se retrasaron unos minutos buscando la llave de la puerta del estacionamiento. Antes de que salieran de la residencia, a las 20.22 horas, funcionarios los capturaron y se los llevaron.
Cuando la madre revisó el móvil ya era tarde. Su viacrucis apenas comenzaba. Finalmente bajó una moto con dos funcionarios, que se excusaron por el retraso y alegaron que no tenían unidades de transporte disponibles. Una mujer recibió la bolsa con los insumos de la madre, mientras un hombre documentaba con una imagen, como cada día, el intercambio.
Martínez se despidió amablemente de los captores de su hijo y atravesó la reja que había cruzado casi dos horas antes. Entonces recibió una llamada con la que le informaron de que quien pasó frente a ella, en alguna de las camionetas blindadas del Sebin, era su hijo, y de que lo estaban trasladando a un centro de salud.
La noticia le dio el impulso para comenzar a planificar la comida del día siguiente: prepararía una tarta. Al llegar a casa se reencontraría con todo lo que Juan Carlos Requesens había dejado atrás: la estatuilla rota del médico venerable José Gregorio Hernández, que siempre llevaba consigo a donde fuera, y el suéter del Barça que le regaló Eladio, su mejor amigo, en uno de sus cumpleaños, y que pudo usar muy poco porque primero, cuando pesaba 200 kilos, no le quedaba, y luego, cuando llegó a pesar menos de 90, le quedó grande.