“Tenía más de 200 gusanos en la cabeza”: Lo que vivió una venezolana tras ser robada
En Venezuela los asaltos se han vuelto algo cotidiano, a diario a nivel nacional se registran este tipo de hechos. Sin embargo lo que sucede después de un evento puede tornarse verdaderamente trágico, tal como le sucedió a la periodista Adrianda Cuicas, quien vivió un episodio al peor estilo del “Almohadón de plumas”.
En un país donde la crisis hospitalaria y la inseguridad están presentes, se corre en riesgo la vida humana y eso quedó comprobado con la experiencia de Cuicas.
A continuación el relato del hecho que vivió en carne propia la periodista:
La periodista venezolana Adriana Cuicas describe en primera persona cómo fue el robo violento que sufrió en las calles de su país y lo que le sucedió después, similar al guión de una película de horror:
Por primera vez en mi vida sentí que podía morir. El asunto comenzó cuando en la esquina de la entrada a mi barrio fui víctima de un atraco violento. Me rompieron la cabeza por un teléfono móvil y la herida, mal curada, se infectó y crió gusanos. Sobreviví a eso. Y quiero contar todo lo que me pasó.
El 23 de diciembre de 2016, a eso de las 2:00 de la tarde, salí de mi casa en Cabudare, una ciudad pequeña del estado Lara, en Venezuela. Eran los días en los que el presidente Nicolás Maduro ordenó recoger en 48 horas todos los billetes de 100 bolívares. Las colas en los bancos eran interminables. Yo fui donde tengo una cuenta de ahorros, a buscar lo necesario para mis compras navideñas.
Salí de la agencia una hora y media después, y entré a la peluquería para arreglarme un poco para, de ahí, ir a la casa de mi abuela. Ese día era el cumpleaños de Nany, mi prima más querida.
Al final decidí no ir a la fiesta. Justamente estaba a punto de guardar mi teléfono en la cartera, cuando vi que un carro rojo se estacionó a toda velocidad unos pocos metros delante de mí.
Un joven se bajó presuroso y caminó hacia donde me encontraba.
De ahí en adelante, no recuerdo nada. Aparecí en el ambulatorio Don Felipe Ponte, de Cabudare, con una herida en mi cabeza.
¿Nada de qué preocuparse?
Mi esposo me cuenta que cuatro jóvenes, que viven en las urbanizaciones cercanas a nuestra casa, me recogieron del piso donde yacía inconsciente. Lograron despertarme y me llevaron al centro de salud. No recuerdo cómo, pero en ese estado, quizás de aturdimiento, di el número telefónico de mi madre correctamente.
Me fue a buscar Elías, mi esposo. Me cuentan que lloró al verme ensangrentada y llena de barro. Mi cabeza estaba dividida en dos mitades: la derecha todavía guardaba la prestancia de una cabellera que recién acaba de salir de la peluquería, y la otra, la izquierda, estaba profundamente herida.
Cuando llegó, yo estaba acostada en una camilla. Luego me contaría que lo llamé “gusano”. Así le empecé a decir unos meses después de que empezamos a vivir juntos. Que usara el apodo que le puse cariñosamente un día que estábamos jugando, lo quebró.
Escuché que debía comprar todo lo necesario para que me lavaran y suturaran la herida, pues no tenían ni hilo para sutura. Estos vecinos que amablemente me recogieron en la calle llevaron a mi esposo en su auto a dos farmacias, un recorrido bastante corto para las circunstancias de abastecimiento de medicinas e insumos en que se encuentra Venezuela.
Mientras tanto, según me cuentan, yo repetía la historia del robo una y otra vez, lo cual preocupó a los médicos. Me sedaron, me cosieron y me mandaron en una ambulancia hasta el Hospital Central de Barquisimeto, donde, a falta de un tomógrafo, me hicieron unas radiografías en la cabeza. Nos dijeron que no había nada de qué preocuparse.
Ni en el ambulatorio ni en el hospital nos indicaron que debíamos comprar antibióticos, suponemos que porque me inyectaron una dosis de antitetánica, lo cual hicieron porque no se sabía con qué me habían golpeado.
A la mañana siguiente, me bañé temprano y me lavé el cabello lo mejor que pude y con cuidado de no lastimarme la herida. Ese día transcurrió con normalidad. En la noche fuimos a casa de unos amigos para compartir la cena de nochebuena. Al otro día, estaba sentada en el mueble de la sala de mi casa cuando sentí que un líquido marrón resbaló por mi cuello.
La herida estaba supurando.
La experiencia más horrible
Inmediatamente fui al ambulatorio donde me atendieron la noche del robo. Varias de las enfermeras y doctoras de la emergencia me reconocieron. Me atendieron luego de esperar más o menos una hora. Cuando me vieron la herida dieron su veredicto: tenía una miasis. En esos tres días me crecieron gusanos dentro de la cabeza.
Una de las enfermeras me limpió la herida y me insinuó que se había infectado por mi culpa, por no haberla cuidado bien. Luego, una de las doctoras me pidió que me hiciera una tomografía en un centro asistencial privado que está al lado del ambulatorio. Mientras me escribía las indicaciones fui interrogada por otra doctora, que me preguntó si estaba tomando antibióticos: le dije que no, que ni ahí ni en el hospital me los habían indicado.
Cuando me entregaron los récipes y la orden de la tomografía, esta última doctora me pidió que la acompañara. Vi cómo hizo abrir la farmacia del ambulatorio y pidió los antibióticos que me habían indicado. El encargado de la farmacia le dijo que no había, pero ella, sin dudar, se lo refutó:
—Claro que hay, esta mañana llegaron. Dale el tratamiento completo —ordenó. El hombre lo hizo sin chistar.
Me fui entonces a hacerme la tomografía que me pidieron. Acudí primero a la clínica vecina del ambulatorio, pero el equipo de ahí también estaba dañado. Me indicaron que en toda el área metropolitana de Barquisimeto y Cabudare solo había dos lugares con un tomógrafo operativo.
No sé cómo describir la desesperación e incomodidad que sentí cuando el tomógrafo empezó a revolucionar a alta velocidad. Ese sonido tan agudo estremeció a los gusanos de una manera tan extraordinaria que me hizo gritar.
La joven que me hizo la tomografía me dijo que comprara en la farmacia gotas de anís y se ofreció a sacarme los gusanos, pero después me dijo que no tenía implementos para hacerlo. Fuimos a varias farmacias buscando gotas de anís pero no encontramos.
Aún consternada por la sensación de esos animales moviéndose dentro de mi cabeza, fui caminando, junto a Elías, a otro centro asistencial. Quería que me sacaran esos gusanos de la cabeza de inmediato. Debía esperar media hora para que me entregaran la tomografía y me sentía desesperada.
Fue imposible que me atendieran. La emergencia estaba colapsada. Así que esperé los resultados del examen y volví al ambulatorio que está cerca de mi casa. Me sentía muy nerviosa, incómoda y con rabia de que los médicos me hubiesen mandado a hacer aquel examen sin sacarme primero esos molestos animalitos de la cabeza.
La vida sigue
Nos mandaron a comprar anís, pero como ya habíamos comprobado que en las farmacias no se conseguían las gotas, Elías fue a una licorería donde sobraba el licor de anís.
La supervisora de las enfermeras le decía a la muchacha que me atendía que debía quitarme todos los puntos, colocarme el licor y sacarme con pinzas uno a uno los gusanos. Yo, en mi ignorancia, le pedí que no me quitara los puntos, pero la verdad es que ni siquiera tenían los instrumentos necesarios para hacerlo. Ese día me sacaron siete animales de la cabeza y me dijeron que volviera al día siguiente a las ocho de la mañana.
Faltaba media hora para las ocho cuando ya estaba en el ambulatorio. Esa mañana repitieron el procedimiento. No me quitaron más puntos, solo me colocaron el anís y me sacaron con una pinza cuatro infames gusanos. Me pidieron que volviera a casa, que me lavara el cabello tranquilamente y que regresara en la tarde para que me practicaran una segunda cura. Y así lo hice.
En la tarde no quisieron atenderme. Hablé prácticamente con todo el personal de emergencia del centro y lo único que me contestaban era que solo hacían una cura diaria. Me mandaron de nuevo a casa. Indignada, afuera de la emergencia le conté todo lo que me había pasado a una doctora que me contestó:
—Yo soy otorrino, no tengo nada que ver con esa especialidad, pero yo siendo tú iría a otro centro asistencial.
Salí de inmediato y, llorando, tomé un taxi. Me fui a una clínica y vi lo que el dinero puede hacer por tu salud. Allí hubo personal dispuesto a atenderme y todos los insumos, me hicieron dos curas en días distintos. Luego un enfermero fue a mi casa durante un mes.
En mi cabeza había poco más de 200 gusanos. Los veía caminar en las paredes de un frasco donde los colocaban después de que me los sacaban, atolondrados por el olor a anís.
Nunca imaginé, cuando le decía cariñosamente gusano a mi esposo, que iba a protagonizar esta historia. Hoy el anís y los gusanos tienen un significado diferente. El anís me salvó y los gusanos me estaban comiendo viva. No los odio, algún día me comerán, lo sé. Pero no ahora. Todavía no es mi momento.
Camino todos los días por las mismas calles donde han robado a muchas personas, como ocurre en cualquier esquina de Venezuela, y a diario agradezco a Dios porque me ha librado de males como este.
La vida sigue. La lucha por caminar sin miedo, también.
Crédito: Adriana Cuicas