La Venezuela que ahora come de la basura
A Valeria todavía le da vergüenza, pero prefiere hurgar la bolsa de basura antes que “morirse de hambre”. Se refiere a ella y sus tres niños, de 6, 5 y 2 años, a su cuñada y otros dos pequeños, que hace dos meses comenzaron a buscar comida en la basura de los edificios de Colinas de Bello Monte, una urbanización de clase media de Caracas.
Por Valentina Lares Martiz / El Tiempo
Sobras de arroz, pasta y pan, frutas a medio descomponer, pellejos de pollo y retazos de grasa de carne son meticulosamente escogidos por las mujeres mientras sus maridos cuidan que nadie se les acerque a ellas ni a los niños, que juegan con otros desperdicios.
Con las manos peladas, respiran hondo y ponen las sobras animales en una bolsita, las de vegetales y pastas en otra y meten todo en cajas de cartón. Lo que salvan es “para la cena”.
“Por esta zona la basura es buena, la gente de por aquí bota mucha comida. Todo lo que encontramos lo cocinamos otra vez en la casa, le quitamos lo feo. Pero a los niños les damos lo que nos regala la gente, lo de la basura es para nosotros (los adultos)”, cuenta Valeria.
Ella trabajaba como persona de mantenimiento en un centro comercial de Chacaíto, pero en diciembre la despidieron. “Nos botaron casi a todos”, se lamenta.
A su cuñada, una empleada doméstica joven, tampoco la contrataron de nuevo. Se les acabaron la plata y la comida. Sus maridos, obreros de construcción, no consiguen trabajo y un día, bajo el calor abrasador del rancho en los Valles del Tuy, en las afueras de Caracas, tomaron la decisión. “¿Sabe qué es peor que ese calor? –pregunta–. Tener hambre”.
La estampa de estas familias se repite pavorosamente en calles y avenidas de Caracas, especialmente cerca de restaurantes o mercados, desde hace por lo menos tres meses.
Son pequeños clanes que se diferencian de los mendigos. No son gente en harapos (todavía) que vive en la calle, sino personas recién empujadas a la pobreza extrema por la crisis económica venezolana, traducida en una inflación que el último año superó el 600 por ciento y una escasez de alimentos básicos que rebasa el 70 por ciento. Algunos, como la leche en polvo o el azúcar, prácticamente desaparecieron.
En Venezuela, el notorio aumento de personas que hurgan en las basuras ha sido cuantificado como una “estrategia de sobrevivencia” en varios estudios. Una encuesta elaborada por la Universidad Católica Andrés Bello y Ecoanalítica en noviembre del 2016 concluyó que el 8 por ciento de los venezolanos admiten que “recogen de la basura para comer”, lo que proyectado equivaldría a 2,4 millones de personas.
A ese mismo porcentaje llegó un estudio de Cáritas de Venezuela –realizado en cuatro estados del país, incluyendo Caracas y Zulia– que identifica que el venezolano ha cambiado su forma habitual de adquirir alimentos (comprarlos en mercados), teniendo que acudir a compras de alimentos revendidos con sobreprecio, hacer trueque, pedir comida a familiares y comer de la basura.
“Se registraron también estrategias como comer en la calle, incluyendo la mención de las sobras de restaurantes y contenedores de basura (8 por ciento de hogares), ‘pedir’ comida en la calle y comer con la ayuda de la Iglesia (3 por ciento de hogares)”, dice el estudio.
En ese escenario encaja perfectamente el caso de Diego, un hombre de 60 años que en diciembre perdió su trabajo en un aserradero. Su cara limpia y barba rala no concuerdan con las manos pringosas que sostienen lo que será su comida del día, una bolsita con pellejos de pollo. “En la casa los lavo bien y los frío hasta que quedan duros, como un chicharrón”, explica.
“Me los como con un pan o un poquito de arroz. Solo cuando tengo mucha hambre, si consigo algo más o menos me lo como aquí mismo”, cuenta en un basural de la avenida Francisco Solano, en Caracas, famosa por sus restaurantes de comida española e italiana, y a donde ahora acuden decenas de personas a buscar las sobras.
Mientras habla con EL TIEMPO, un muchacho tira tres bolsas. Una de ellas tiene un pan grande y duro como un bate, una joya en medio de las cáscaras de patilla y plátano, las moscas y los pañales sucios. “Con esto puedo comer tres días. Lo pongo en la candela y se tuesta”, anota Diego.
La última frontera
Las personas que comen de la basura no quieren hablar de eso. La vergüenza se expresa de mil formas, desde el grito que espanta a quien se acerca hasta la negación: “¡Nooo!, esto no es para mí, son sobras que recojo para el perro”, asegura más de uno. Quienes finalmente acceden a hablar con este diario esperan dejar de hacerlo tan pronto tengan un trabajo o algún ingreso.
Francisco tiene un trabajo de obrero en una mueblería pagado con el sueldo mínimo (apenas 40 dólares mensuales, al cambio del dólar paralelo, sin contar el bono alimentario), que, asegura, no le alcanza para él, su esposa y dos pequeños.
En las tardes se rebusca en la basura de la zona residencial La Florida, junto a otro hombre que trabajó puliendo mármoles y granitos “hasta que la empresa cerró el año pasado”, una camarera del hospital Vargas también despedida en diciembre y una muchacha sin casa, embarazada. A ella, tiernamente, le dieron las sobras de pasta más limpias que encontraron esa tarde. El resto esperaba la noche –cuando otros edificios sacan la basura– masticando unas palomas de maíz viejas.
Según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) 2016, elaborada por investigadores de la Universidad Católica Andrés Bello, la Universidad Central de Venezuela y la Universidad Simón Bolívar, en los dos últimos años prácticamente se duplicó el número de hogares pobres en Venezuela, pasando de 48 por ciento en el 2014 a 81,2 por ciento en el 2016.
El sondeo, muy respetado por su respaldo académico y amplia muestra (más de 6.000 familias consultadas), señala que al 93 por ciento de las familias no les alcanza el dinero para comprar comida.
Estos escalofriantes números, impensables para un país petrolero con las características geográficas y humanas de Venezuela, esconden un impacto psicológico.
“Las consecuencias de comer en la basura no son graves solo a nivel biológico: el daño es tremendo porque se traspasa la frontera de la dignidad. La persona que sale a comer de la basura se pone en estado de extrema vulnerabilidad, no puede ejercer debidamente su derecho a la alimentación y, finalmente, sufre un atentado contra la autoestima que dificulta la posibilidad de mejoramiento. ¿Dónde queda la autovaloración de una persona que tiene que comer de la basura? ¿Cómo, en qué condiciones, puede buscar o rendir en un trabajo?”, plantea la doctora Marianella Herrera, nutricionista y directora del Observatorio Venezolano de la Salud.
El fenómeno, imposible de obviar, ha comenzado a cambiar el patrón de muchos venezolanos a la hora de botar la basura. Aunque en este país no existe una cultura de reciclaje ni de separación de desperdicios, la gente y hasta los restaurantes han empezado a desechar los alimentos en contenedores aparte, para que se contaminen lo menos posible con otros desperdicios.
En una reconocida cafetería de Caracas se bota separada del resto de la basura la ‘galleta’ del café (los restos del café molido y utilizado), pues mucha gente lo busca y lo cuela de nuevo.
Pese al hambre, todavía no todos se atreven a abrir una basura, sino que comen de lo primero que se desecha en los mercados: las frutas y las verduras magulladas o feas, no aptas para la venta.
La temporada del melón convirtió la semana pasada al Mercado de Coche en un enjambre de personas que esperaban los melones pequeños, feos y con magulladuras que desechan los vendedores. En silencio, su desesperación contrastaba con el olor dulce de la fruta.
Karen, de 20 años y con su niña de 2 abrazada al cuello, recogió dos y desayunó uno con la nena al lado del camión. Lo comen hasta dejar la cáscara como una tela traslúcida. Como llegó a las 4 de la mañana, consiguió dos plátanos y unos pepinos, que será la comida del día para ellas y su otro hijo, que está en la escuela.
Prefiere ir muy temprano en la mañana, pues asegura que aunque en la tarde hay más cosas llegan hombres con palos que se apropian de los desperdicios, incluyendo las bolsas de basura. “Esto ahora es peligroso. Esa gente se adueña de la basura, agarra lo mejor y lo vende por ahí”, dice.
Es verdad de Perogrullo decir que la desnutrición comienza a despuntar en Venezuela, sobre todo en los niños. La doctora Maritza Landaeta, médica y directora de la Fundación Bengoa –dedicada al estudio de la nutrición en Venezuela– comenta que, desde el 2012, en el país empezó a disminuir el número de personas con sobrepeso.
Mientras adelanta un estudio sobre el estado actual de la nutrición en Venezuela, Landaeta expone algunos datos alarmantes, como que en el hospital de niños J. M. de los Ríos, de Caracas, históricamente no se atendía a más de 12 o 15 niños al año por desnutrición severa, pero en el 2016 el número alcanzó los 120.
Cuestión de vida o muerte
Clara buscaba, junto con sus dos hijos en edad escolar, en las basuras de una panadería. No tuvo más remedio, pues los niños ya han perdido muchos días de escuela. “Usted sabe, no los puedo mandar sin nada en la barriga: se me desmayan”, dijo.
Sonaría exagerado si no fuera porque desde el año pasado abundan estas denuncias y hasta una liceísta, en un lance, se atrevió a darle el dato al presidente Nicolás Maduro, en vivo, en su programa de televisión: “Necesitamos el comedor porque muchos de los estudiantes se han desmayado”.
Ahora es tanta la gente que busca en la basura que algunos, como Kenyer, de 22 años, que sí vive en la calle, defienden sus bolsas a cuchillo. Lo lleva al cinto bien visible, sobre todo cuando busca los restos de pan y dulces de una panadería a la que va desde hace años. “Yo estoy en la calle desde los 8, ¿sabe? Y esa basura es mía. Ahora viene toda esa gente de Charallave (en las afueras de Caracas) y quieren agarrar la basura de uno. Yo abrí esa puerta para mí, no para ellos, así que al que tenga que cortar lo corto”, afirma.
Kenyer solo muestra indulgencia con niños que, junto con él, hurgan la basura. Les deja agarrar un pedazo de sándwich que encontró en una esquina en Chacaíto. Probablemente, lo único que comerán en todo el día.
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