Raúl Castro puede cambiar la historia
La noticia fue en grande; como el acontecimiento, que fue histórico. EE.UU. y Cuba restablecen relaciones diplomáticas. Aunque siguen las mismas críticas: que si EE.UU. lo dio todo sin obtener nada a cambio; que si Barack Obama es un ingenuo.
¿Y qué es lo que debía haber logrado el presidente Barack Obama para quedar bien con sus eternos enemigos, los republicanos? Que La Habana, que le ganó la batalla diplomática a Washington a través de América Latina, hiciera concesiones políticas que no estaba dispuesta a hacer.En los 18 meses que estuvieron hablando en secreto, La Habana le repitió a Washington lo que ya el presidente Raúl Castro había dicho en 2007: Estamos dispuestos a negociar, pero en igualdad de condiciones. Y los negociadores agregarían, para explicar la posición: porque si tú me cuestionas mi sistema político yo te voy a cuestionar el tuyo y entonces no tenemos para cuándo acabar. ¿Nos sentamos a negociar o no? Entonces llegó el 17 de diciembre, cuando ambos gobiernos anunciaron que comenzarían a conversar.
Y ahora viene la convivencia. Algunos se preguntan alarmados ¿Será posible la convivencia? Claro que sí. Cuba y EE.UU. son vecinos inseparables desde antes de que George Washington pensara cruzar el río Potomac. No hay periodo en la reciente historia política estadounidense, casi no hay año, en el que Cuba no haya tenido que ver algo con ella y viceversa. Bahía de Cochinos, la crisis de octubre, el asesinato de John F. Kennedy, Watergate, el escándalo Irán-Contras. La lista es nutrida. Las historias de ambos países están tan imbricadas que a menudo son una sola. Cuba, el tercer vecino más cercano. Ni tan frio como Canadá ni tan caliente como México, así será.
La convivencia tendrá que suceder, porque no es un mandato moral, sino geopolítico.
Lo que no está tan claro es cómo serán las relaciones comerciales, las célebres y esperadas inversiones de EE.UU. en la isla.
Cuba refulge como un nuevo El Dorado; está de moda. Muchos querrían llenar la isla de todo lo que el dinero y el progreso saben hacer. Pero ya lo ha repetido Raúl Castro: sin prisa, pero sin pausa. Y esa velocidad puede significar poca velocidad para las medidas económicas, judiciales, sociales y estructurales que permitan y mantengan el interés inversor.
El país tiene todo el soberano derecho de legislar y organizar dentro de sus fronteras como le apetezca; pero también depende de cómo le apetezca organizar y legislar, el efecto que tendrá sobre los también soberanos millones de dólares estadounidenses dispuestos a arriesgarse.
Porque son los esperanzados dueños de esos millones quienes presumiblemente cabildearán, tanto ante políticos demócratas como republicanos, para que se levante el embargo comercial y se normalicen, como pide La Habana, las relaciones diplomáticas.
Cabe poca duda de que, ante el llamado de las corporaciones estadounidenses, el embargo acabe. Pero ese llamado corporativo existirá mientras vean a Cuba – soberana y socialista, como requiere el presidente Castro– pero también eficiente, atractiva y comercial. Si no, los motivados hoy, serán los desmotivados de mañana y todo podrá proseguir entonces tranquilamente con la misma velocidad empresarial de la isla durante los últimos 23 años, tras la caída de la Unión Soviética. Tal vez no se normalizarían nunca las relaciones diplomáticas, y eso estaría mal… mal para La Habana, a menos que Cuba nunca haya tenido como objetivo estratégico y primordial el levantamiento del embargo.
Si miramos bien, con lo que lograron en las negociaciones ya ganaron: Washington reconoció la legitimidad de su gobierno, abandonó su política de cambio de régimen, liberalizó el turismo hacia la isla, permitió el acceso de organismos de créditos internacionales, entre otros efectos colaterales. Realmente, ¿son tan importantes las inversiones estadounidenses como para apurar mi paso y adecuarme al resto del mundo?, se preguntará el Estado cubano. Tal vez no, puede responderse, y esa también sería una decisión soberana, aunque no muy sabia.
Porque no solo la política y las relaciones exteriores deciden en el gobierno de una nación. El presidente Raúl Castro tiene una oportunidad inigualable -y tal vez ineludible- ante la historia de su país, que es también el mío. Independientemente de todas las conquistas sociales de la Revolución cubana y de los triunfos que la propaganda o la realidad proclamen, los desniveles económicos y la pobreza material en la población de la isla son, hoy en día, notorios y rampantes.
Cuba, “Perla de Las Antillas” y “Faro de América Latina”, es hoy por hoy, un país que envejece, donde los jóvenes emigran porque en su tierra no tienen posibilidad de progreso social. Es la digna responsabilidad del gobierno cubano adecuar sus velocidades, no solo a la comodidad, la prudencia o su costumbre política, sino también a las crecientes necesidades del cubano de a pie.
Es como si la Revolución cubana, con sus ansias de justicia social, modernización, riqueza nacional, industrialización y bienestar para todos los cubanos –su proclamado objetivo en 1959– no se hubiera tropezado por entonces con la enemistad de Washington y el embargo estadounidense. Porque en estos días, y con aquella misma revolución en el poder, todo eso ya ha cambiado. El presidente Raúl Castro y su legado de gobierno tienen ahora una flamante oportunidad y el reto de hacerlo. ¿O no?